No sé si buena parte de la vida
se alimenta del azar de los acontecimientos, o es la cuestión del saber
hacer el que le aporta los nutrientes en cada caso. La cosa es que me gusta
pensar que hay en ella, en la vida, unos gramos de MAGIA, de esa a la que se
acude sacando del sombrero, en el momento cumbre y en la medida justa, los
saberes que se han ido guardando en él a lo largo de los años: Et voilá! Elegir
cuál, cuándo, dónde y con quién aplicarlo no es difícil, pero para ello es
preciso ser auténtico -esto es, no engañarse nunca-, no ser usuario de
sucedáneos y, por supuesto, tener unas mínimas nociones de esa concepción de magia
en la cabeza. De ese modo, nos aseguraremos de que el prestigio no sea un
simple y manido truco de tercera, de los que consisten en ir acumulando
experiencias sin vida; o tal vez vida sin experiencias sentidas en la raíz más
profunda del corazón. Nada de eso de "a mí también me toca" o
"no voy a ser yo menos que el resto". Así no vale.
Porque cuando a uno se le concede
ya la chistera de mago, la clave está guardar en ella únicamente aquello que
goce de tres características esenciales: que sea imperecedero; que no pese y
nos permita, por tanto, crecer ligeros; y que sea fácilmente identificable como
sentimiento pétreo e incondicional. Si estas tres premisas se cumplen, seremos
capaces de hacer, regalar y recibir MAGIA sin ningún género de dudas.
Por lo que a mí respecta, gozo de
la gracia de llenar mis días de esa hechicería. Y esa, señores míos, la hallo
siempre en dos contextos acaso abstractos, pero omnipresentes: en cada gramo de
tiempo que comparto con mis seres queridos; y en el espacio que, cada noche y
cada mañana, ocupa mi pensamiento antes de dormir y al despertar, ese en el que
me revelo de nuevo a mí misma lo inmensamente afortunada que soy. Y lo soy,
créanme. Dichos elementos conviven en una coordenada común en la que sonrío
pletórica y ambos se han convertido en el único y verdadero motor que mueve mi
vida.