Una vez aquí, alcanzado este punto de la vida,
no anhelo nada en absoluto sofisticado. Aspiro tan solo a pequeños logros del
día a día que, seguramente por su escasez en estos tiempos atropellados,
cuenten un valor más alto que la inmensa mayoría de las cosas. Se reduce todo a
vivir sin sobresaltos, que no sin emociones. Sin percances, que no sin retos. Sin
que el alma se me acelere por contacto con elementos extraños. A vivir
tranquila.
Con toda probabilidad, mi reclamo podría
haber sido tan solo ese lugar común al que todos viajamos ante la necesidad de una
existencia apacible y cómoda. Un canto conocido en forma de deseo de paz en el
mundo y salud para todos. Y sin embargo, en mí –supongo que como en muchos
otros– ha tomado carácter de salvoconducto esencial sin el cual adivino poco
llevadero el viaje. Incluso imposible.
Celosa y recelosa de mi mundo,
defensora con sangre de mi propio universo, ese vivir tranquila tiene forma de
ausencia de contacto con seres limitados: en mente y en espíritu. Seres sin
respuestas para la vida, sin juicio crítico ni autocrítica juiciosa. Sin ley ni lealtad. Sin capacidad de entonar un mea culpa que no suene a descargo o de tender una mano conciliadora cuando lo que está en juego es más importante que uno mismo. Tranquila... sin ellos. En todas y cada una de sus múltiples formas y caras, acumuladas a veces: Mediocres, acomplejados, envidiosos,
mezquinos, ignorantes por voluntad propia, tarados, egoístas, narcisistas, crueles...
Esa y no otra es mi única aspiración. Mi imprescindible. Aunque el precio a pagar sea el ver cada vez más huecos a mi alrededor y me apoye tan solo en un par de bastones para hacer el camino.
Esa y no otra es mi única aspiración. Mi imprescindible. Aunque el precio a pagar sea el ver cada vez más huecos a mi alrededor y me apoye tan solo en un par de bastones para hacer el camino.
¿Cómo pude yo?
... Entrar en laberintos sin salida. Colocarme a los pies de los caballos. Detenerme en los días sin relojes. Volverme inoperante. Juzgar mal y a destiempo. Dormirme en los laureles. Engañarme a mí misma con cantos de sirena. Ir a por más mentiras como droga adictiva. Regalarme al engaño. Entregarme a la rabia. Dejar que la soledad decidiera por mí..., o el miedo. Inmolarme sin que el pulso temblara...
Tengo un buen puñado de recuerdos en la memoria de los que me avergüenzo. Algunos de ellos ya peinan canas y sin embargo, cada vez que los rememoro inesperadamente, me provocan un rubor incómodo, tras el que cierro los ojos y agito la cabeza en un intento de fulminarlos de mi mente definitivamente. Nunca funciona. Habitan todos ellos lugares comunes. La siempre viva sensación de pensarme terriblemente tonta en esos tiempos, ingenua a veces, ciega otras tantas, quizás desesperada, a menudo burlada y consentidora casi siempre. Ni siquiera es alivio el pensar que los actos pasados fueron la respuesta a lo que estimé correcto. Tampoco lo aminora la consciencia de que el presentismo resulta cruel cuando de valorar hechos pasados se trata, pues entonces, en aquellos lejanos entonces, era la que era, fruto de unas vivencias y experiencias concretas, y poseedora de unos aprendizajes inferiores a los actuales.
... Entrar en laberintos sin salida. Colocarme a los pies de los caballos. Detenerme en los días sin relojes. Volverme inoperante. Juzgar mal y a destiempo. Dormirme en los laureles. Engañarme a mí misma con cantos de sirena. Ir a por más mentiras como droga adictiva. Regalarme al engaño. Entregarme a la rabia. Dejar que la soledad decidiera por mí..., o el miedo. Inmolarme sin que el pulso temblara...
Tengo un buen puñado de recuerdos en la memoria de los que me avergüenzo. Algunos de ellos ya peinan canas y sin embargo, cada vez que los rememoro inesperadamente, me provocan un rubor incómodo, tras el que cierro los ojos y agito la cabeza en un intento de fulminarlos de mi mente definitivamente. Nunca funciona. Habitan todos ellos lugares comunes. La siempre viva sensación de pensarme terriblemente tonta en esos tiempos, ingenua a veces, ciega otras tantas, quizás desesperada, a menudo burlada y consentidora casi siempre. Ni siquiera es alivio el pensar que los actos pasados fueron la respuesta a lo que estimé correcto. Tampoco lo aminora la consciencia de que el presentismo resulta cruel cuando de valorar hechos pasados se trata, pues entonces, en aquellos lejanos entonces, era la que era, fruto de unas vivencias y experiencias concretas, y poseedora de unos aprendizajes inferiores a los actuales.
Tal vez sea la tentación de ese juicio presente, que antes comentaba, que todo lo adultera . O quizás también tenga mucho que decir la explosiva carga de orgullo insano que temo haber acumulado con los años. Lo cierto es que esos recuerdos son más que remembranzas, pues se han convertido en talones de aquiles y desconfianzas y, muy especialmente, en íntimas inseguridades. Lo que sí es seguro es que algo estoy haciendo mal. Honestamente no he llegado a saber del todo si me responsabilizo en exceso de haber sido más estúpida de lo razonable; o si en un empeño pertinaz de no caer en esa habitual y extendida costumbre de echar la culpa de todo al empedrado, se me han enquistado las vulnerabilidades.
Tengo un buen puñado de recuerdos en la memoria de los que me avergüenzo... y hoy aún no sé por qué.