Valió
la pena todo lo pasado por llegar aquí... ¡Que no,
carajo, que no!
La
pena nunca debería valernos. Ni ungüento para las heridas, ni
justificación por el tiempo padecido. La pena desgarra el
alma, arruga la piel y el espíritu, ahonda las ojeras, hace
brotar las canas y te hace viajar a lugares de los que nunca vuelves
siendo el mismo. La pena devora el tiempo, las ganas, la inocencia y
la confianza. Y se come glotona la dulzura por sabrosa. La pena no es
una ruta pedregosa tras la que hallar la cima que te hace olvidar que
tus pies están en carne viva, sino un espacio indefinido y
gris en el que se camina a un ritmo extrañamente lento de
autocastigador regodeo. Nunca valió la pena.
Peaje que pagar a la llegada de los
días de luz, trayecto inevitable en el que aprender lecciones
impagables. Un precio del que sentirse orgulloso en este mundo en el
que se enaltecen los días esforzados aun carentes de frutos;
el ser sufrido frente a tempestades impuestas; el conformarse,
esbozando media sonrisa, con lo menos malo por si lo bueno no
llegara; y el afirmar, mientras se asiente resabido, que nada es
fácil y que al que algo quiere algo le cuesta.
Medicados para no rabiar, para no protestar, para no rebelarnos. Para
aguantar la nada. Droga dura vestida de grandeza del alma intoxicando
cuerpos que caminan viviendo a medio gas. Tal vez a un cuarto.
La
obscena idea de que padecer está bien visto, resulta chic y de
un estilo decadentemente romántico.Y mientras tanto el sujeto
precipita sus días en caída libre. Elegante siempre,
eso sí, que para presumir hay que sufrir. Nos
inyectamos en la sangre la tolerancia al dolor consentido, mientras
tarareábamos una melodía con sabor rancio, que cantando
se van las penas, al fin y al
cabo.
No
me valió la pena del desvelo o de la lágrima por falta de cabeza.
Rotundamente no. Que bien preferiría no haber atravesado
amarguras estériles que tan solo se llevaron consigo una parte
de mi yo más níveo, mientras del todo estúpida fumaba droga dura vestida de grandeza del alma.