Jugar a ser mayores. A gozar de derechos no adquiridos y
privilegios no ganados. Mal endémico este que asola a nuestras generaciones más
jóvenes. La impaciencia los atormenta y temen retrasar su llegada a lo que
ellos consideran el mundo adulto. Emplear todo un año de vida en una actividad
que tildan de freno a su independencia se les hace impensable. Le otorgan
carácter de eternidad a prolongar su formación ni un minuto más de lo debido,
llegando incluso a plantearse tirar por la borda lo logrado hasta el momento.
Eso los alejaría de la supuesta y tan anhelada autosuficiencia económica, llave
para hacer ya cuanto les venga en gana. Reivindican con fuerza su derecho a
ello y en el saco incluyen de paso una docena o dos más de ellos, asumidos como
reivindicaciones de carácter innato que suponen vienen dados en el ADN. Miro a
mi alrededor y descubro a chicos planeando o disfrutando ya de viajes
vacacionales con sus neonatas parejas. El descanso del guerrero, dicen. Chicos
con sus coches a la puerta, y una servidumbre encarnada por padres y docentes
que algodonan sus días y sus noches, evitando así que se constipen. Chicos para
los que el fin de semana se plantea como periodo en blanco en el que tan solo
está permitida la ociosidad, rasgándose las vestiduras ante cualquier muro que
lo impida. Apenas cuentan con dos décadas de vida. Algunos incluso no han
alcanzado la mayoría de edad. Y sin embargo asumen como mini adultos
comportamientos y acciones que nada tienen que ver con la edad, sino con la
recompensa -no siempre conseguida-, al trabajo duro y a un largo caminar vital,
forjado en la mayoría de las ocasiones en la total ausencia de
contraprestaciones y tan solo entendible visualizándolo como una inversión a
largo plazo.
Toda generación pretende superar a la anterior en calidad de vida. Es algo
natural e indisoluble del concepto evolutivo del ser humano. De eso se trata.
Los padres siempre han velado por ello: ofrecer a sus menores posibilidades que
ellos nunca tuvieron. Pero la cuestión hace aguas al llegar a un punto en el
que la falta de percepción de lo que es la capacidad de esfuerzo se instala a
vivir entre los miembros de una sociedad. Para qué esforzarse. Qué es
esforzarse. Cómo asumir el realizar un trabajo X sin beneficio inmediato. Cómo
enfocar una actividad que no reporta un mínimo de placer carente de dolor
alguno. Cuando tales preguntas se inoculan entre las personas más jóvenes de
una sociedad, entonces la batalla está prácticamente perdida. Buscar culpables
de tales hechos resulta ahora inútil. Sería infinitamente más práctico romperse
el cerebro en abordar cómo solucionar el estado de la cuestión. Pero lo cierto
es que tal modus vivendi está alentado desde los grupos sociales más primarios,
las familias, hasta las más altas jerarquías y organizaciones institucionales
que luego habrán de lamentarse por la falta de individuos comprometidos con sus
iguales. Hace unas horas me he topado con el ejemplo al leer una noticia. Vean:
un joven de veinte años, sin experiencia laboral ni académica demostrable -cosa
obvia y comprensible, por otro lado- ha sido nombrado cargo de confianza en la
asesoría de la Consejería de Salud del Gobierno Balear. Tal joven contará
además con el nada desdeñable aliciente de un sueldo anual de más de 40000
euros. Ganará pues más que un profesional de la sanidad, formado durante
décadas y con la nimia labor de salvar vidas. Ganará más que el formador de ese
profesional, el docente gracias al que aquel -e incluso él mismo- ha llegado a
ser lo que es. Ganará más que el padre de familia -tal vez el suyo-, que ha
doblado su jornada laboral sin cobrar horas extra a sabiendas de que el
resistir era parte de una carrera de fondo inevitable; ese que posiblemente
jamás ha tenido vacaciones. Tras cerrar física, que no mentalmente, mis ojos a
la noticia automáticamente me formulé una pregunta: ¿con qué argumentos, con
qué cara les enseño yo a mis alumnos que la capacidad de esfuerzo y la
autoexigencia son las únicas armas válidas para funcionar en la vida adulta? E
inmediatamente me vino a la cabeza uno de momentos cotidianos. Cuando estando
en el aula planteo un examen o la entrega de un trabajo para la vuelta del fin
de semana, pensando que con ello doto de más tiempo a mis alumnos para su
preparación, las voces de protesta no tardan en oírse. Defienden vehementemente
algo en lo que creen a pies juntillas. Empuñan la espada contra la injusticia.
Y casi al tiempo a mí se me cae el alma a los pies. Mi desolación no viene
porque cuenten con un espíritu crítico, ni porque desarrollen su faceta más
reivindicativa, pues su ánimo de lucha me agrada y de hecho lo fomento. Sino
porque lo hacen en la dirección incorrecta y ello trasluce una dolencia que
hiere de muerte a su desarrollo personal y social, y que se encuentra
tristemente extendida por rincones inabarcables imposibles de dinamitar.
Mi parte más oscura, la que se cansa a veces, la que se balancea en el borde de
tirar la toalla, la que deja salir su punto de radicalismo me trae a la mente a
Nerón quemando Roma. Un verdadero cataclismo político, social, o incluso
natural, supondría la pérdida de cuanto conocemos, incluida ahí la
ausencia de principios y compromisos con eso que llamamos sociedad. Pero asoma
la idealista, la docente y la esperanzada. Esa que se permite aún pensar en qué
posible solución habría al respecto. El único foco de esperanza consistiría en
sanear su formación personal, no ya académica, desde la cuna: formar personas.
Solo habría un modo de lograrlo y para ello somos los adultos quienes hemos de
realizar tal labor. No dar un pez, si no se ha ganado tal derecho, sino enseñar
a pescarlo. Y, ya de paso, mostrar por el camino la importancia que tiene el
conseguirlo por uno mismo y la idea de que si no se lanza la caña y se echan
horas de guardia, no habrá pesca alguna.
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