TODOS LOS CAMINOS ME LLEVAN A ROMA

By María García Baranda - septiembre 23, 2015

Todos los caminos acaban llevándome a Roma. ¿Por qué será que desde que alcancé la madurez acabo arribando siempre a la misma orilla? Diría que estoy cansada de ello, pero lo cierto es que siguen quedándome fuerzas para seguir. Y esa tal Roma, esa ciudad antigua como el hombre, no es otra en esta ocasión que la de la conclusión a la que llego siempre, aquella de la que tanto hablo, esa que observo a cada paso –propio y ajeno-, esa en la que me reafirmo y que paso a dar vida a continuación.
A lo largo de una vida, la de cualquiera, lidiamos con docenas y docenas de conflictos. Y bien sabemos que algunos de ellos se convierten en verdaderos problemas. Nos quitan el hambre, nos quitan el sueño, nos quitan la paz interior y hasta nos quitan unos añitos de vida por el camino, dejándonos a cambio alguna que otra cana. De todos ellos, si pregunto a cualquiera, los más difíciles de sobrellevar y los que más muescas dejan son los que se refieren a las relaciones humanas y, en especial, al amor. Podremos pelear con los conflictos laborales, discutir con un vecino, no hablarnos con algún primo lejano, pero una decepción amorosa nos arrasa. Y es ahí cuando hemos de dar el todo por el todo para superar el escollo. Si alguna vez nos hizo falta dejarnos verdaderamente la piel en el intento es justo ahora, cuando la superación de una caída tal se convierte en principio de supervivencia. Superar los dolores del pasado de manera efectiva será la llave maestra para alcanzar el siguiente nivel: ser felices. De equivocar el camino o saltarnos los pasos, nos estaremos dirigiendo inexorablemente al abismo de caer una y otra vez en la rueda del fracaso y en la infelicidad amorosa. Por tanto, solo hay un modo de salir adelante, algo que me llevó mi tiempo aprender y que tengo tatuado en la piel del alma como la más importante de mis lecciones de vida: huir de los parches del alma como si se tratasen del veneno más mortal. Porque lo son. Para ello el proceso para salir a flote de esa decepción que nos cambió la vida es claro: caer a lo más hondo; llorar hasta quedar sin lágrimas; patalear y despotricar del asunto con todo aquel que quiera escucharnos; gastar minutos, días, horas, meses, años a veces en analizar en profundidad qué fue lo que pasó; llegar a interiorizar que llevó al otro a comportarse así contigo y qué parte de culpa –por así llamarla- tuvimos en el asunto; asumir y aceptar; y perdonar; y perdonarse. El resultado de ello será inevitable y exitosamente uno: habremos logrado dejar de compadecernos y de lamernos las heridas una vez que ha pasado el tiempo suficiente para ser curadas, y estaremos listos para comenzar de nuevo limpios de todo rencor, única vía, por cierto, para ser felices. Logrado tal estado desaparece el miedo, el pánico a que la historia se repita y “nos vuelvan a hacer” la misma faena, las imágenes del pasado que intoxican las nuevas almas y, con un poco de suerte, lograremos librarnos de la ceguera que nos impide reconocer –y mantenernos en la idea- de que una nueva vida plena y feliz ha llamado a nuestra puerta, presentándose con una sonrisa sincera, inocente y con ganas. Esto es. No hay otro camino, ni más fácil, ni más corto. Y duele. Y cuesta. Pero funciona. No sirve culpar al resto. Ni volver la cabeza para tener un momento de paz. No sirve agrupar a los seres en buenos y malos. Ni sirve quedarse a vivir en el rencor ni en el resentimiento. Porque el precio que pagaríamos sería demasiado caro: estaríamos ahogando con ambas manos la cara de la felicidad cada vez que se presentara ante nosotros.
Es este proceso propio de quien logra un cierto nivel de inteligencia emocional. Está ahí, esperándonos, solo hay que querer. A veces podemos hacer el camino nosotros solos. Otras necesitamos un hombro en el que apoyarnos y poniendo fe en ese hombro dejar que nos guíe en esa andadura. Pero repito, es un salto de fe.
Sigo encontrándome con personas de las que detecto de inmediato que están en ese punto. Les ofrecería mi experiencia, claro está. Pero es que además a veces esa persona se me presenta con nombre y apellidos, con mayúsculas, y ahí mi esforzado empeño se dejaría las vísceras en hacerle ver con mis ojos que la vida es más sencilla de lo que nos parece. Me sentaría con calma, le tendería mi mano y le ofrecería todo mi tiempo para contarle al oído cómo lo hice yo y cómo sigo haciéndolo; cómo mantengo desde entonces encerrados en el armario mis fantasmas bajo sus cuatro vueltas de llave. Me costó lo mío, pero ahí están ciegos, sordos y mudos; inmovilizados y despojados de cualquier capacidad de fastidiarme la vida cuando esta me ofrece un pedazo de auténtica felicidad. Compartir es amar, dicen, pero es que esta, además, es enseñante de profesión. La cabra tira al monte, ya lo sé, y mi mayor sentimiento de impotencia estalla siempre en los momentos en los que poseo un conocimiento entre mis manos y no puedo dárselo a quien lo necesita, sabiendo que sería tremendamente fácil y la puerta abierta a la alegría. Observar desde donde estoy la solución del problema con una tremenda claridad y no hacérselo ver a quien vaga en búsqueda de esa solución que le endulce la vida.
Todos los caminos me conducen a Roma, y si no, soy yo quien se ofrece a acercarte Roma.

…porque las letras le pertenecen
no solo a quien las escribe,

sino a quien provoca el sentimiento que las inspira.




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