Decía
Manrique que la muerte a todos iguala y en efecto así es. Moriremos todos sin
importar la vida, las edades, los logros; el haber sido amargamente infelices o
los seres más dichosos. Todos.
Pero
esa simetría ahí termina, en el cuerpo, en la carne que envuelve nuestro
espíritu, reblandecido ya por el paso del tiempo. Que no se presenta la muerte
vestida con el mismo atuendo ante todos nosotros, ni con el mismo rictus. No es
igual la frescura de su rostro, ni el humor con el que afronta la mañana en que
parte a recoger a unos u otros.
Y
es así como cada alma se enfrentará a la muerte, propia o ajena, a su manera.
Saldrán a flote en ese lance los niños escondidos en los cuerpos adultos.
Desprotegidos, temerosos, aterrados, indefensos. Inocentes hasta el último
recodo de pensamiento, vulnerables hasta convertirse en un torrente de agua que
habrá de fundirse en los recuerdos que atesoramos. Brotará, por un instante,
único y breve, la aguda brillantez que nos permita retirarnos del cuerpo ya
marchito esa capa de piel en la que habita el miedo, mirarnos al espejo y
hablarnos; y decirnos adiós definitivamente. Se estrellará el silencio contra
un muro que devuelva de un golpe el mutismo a nuestro pecho; y con la mente en
blanco e incapaces de formular palabra alguna, de enmarcar pensamientos con
cordura, cerraremos los ojos sin conocer la ruta del viaje que emprendemos. O
en medio de la rabia, de ese dolor tan áspero por el que firmaríamos nuestro
propio final en ese mismo instante, negaremos la pérdida tras la que nunca seremos
ya los mismos; o nuestra propia marcha, tal vez temprana, tal vez inoportuna y
siempre impertinente.
Nos
iguala la muerte en la partida, pero en nada más. Pues es la mirada que clavamos
en ella la que nos diferencia, la que la impregna del tono y del color, la
melodía, el ritmo, la pausa y la palabra, la caricia y el gesto, el pensamiento
al aire y hasta el latido último que cantamos en vida. O al menos eso creo.
0 comentarios