Volvía cada tarde del colegio contando a mis padres las
andanzas del día. Pelos y señales de cada conversación, de cada juego, de cada
anécdota... Olía a frío. A madera, a hojas secas, a lluvia, a castañas asadas,
a katiuskas, a ruido de niños. Olía a tardes de invierno plácidas y sencillas.
El “baby” aún puesto, bajo el abrigo y recogido como si de un delantal se
tratase, porque en su interior guardaba celosamente manzanas pequeñas y
arrugadas, caídas de los árboles del patio. "¡Mi madre podría hacer una
tarta con ellas!".
Al llegar a casa, tocaba merendar: bocadillo de salchichón, o de chorizo, o de
bonito en aceite, Sabrosos, pero ¡eternos! Después deberes: el deber siempre
antes que la diversión; pero es que en este caso no había línea divisoria entre
ambos. Y lo mejor habría de llegar después: charlas, canciones, teatrillo
improvisado y espontáneo, cariños, juegos con mi hermano del alma -mi
compañero-, y con mis padres. Siempre atentos. Siempre dispuestos e
infatigables conversadores. Y así cada noche hasta la hora de la cena. Pijama,
lectura y a dormir. El reloj mandaba, porque mañana sería "día de escuela".
Y el pensamiento de si esa noche, al levantarme a por agua, me dejarían al fin
quedarme un ratito más para así poder ver un poquito de esa película de
Hitchcock o La Zarzuela por televisión. Creo que lo daban los
domingos, pero no estoy segura.
2011 - María García Baranda
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