“EL QUE VALE VALE, Y EL QUE NO… ENSEÑA” (Pero no en FINLANDIA)
By María García Baranda - febrero 05, 2013
Nada más llegar esta mañana a trabajar, dos de los temas
de conversación que retumbaban los pasillos de mi centro educativo eran la
situación de crisis político-económica de nuestro país y el deterioro de
nuestro sistema educativo. No son temas novedosos, ni siquiera sorprendentes,
sin embargo, hoy ganaban vigencia. El debate de la primera cuestión se debía a
preocupantes y recientes noticias que inundan la prensa internacional. La
segunda a la emisión televisiva de un monográfico sobre la educación en Finlandia,
que el programa Salvados (La Sexta) emitía ayer domingo, 3 de
febrero. Naturalmente, perteneciendo al ámbito docente, me centraré ahora en el
segundo asunto, que por lo que he podido observar es objeto de lamentos y
reflexiones entre profesores, alumnos y padres.
El programa al que anteriormente he hecho referencia
mostraba de manera concisa los rasgos más caracterizadores del exitoso sistema
educativo finés. Los apabullantes datos de un fracaso escolar casi nulo,
inferior al 1%, contrastan duramente con las cifras del 30%, manejadas en
España. ¿A qué se debe tal diferencia? En el país nórdico la figura del
profesor goza de un prestigio –no relacionado con su nivel salarial- que lo
convierte no solo en enseñante sino en educador social. Con una formación
académica de gran exigencia y acceso restringido a los más brillantes, se
convierte en un pilar social. Desarrolla este un método basado en aprender a
pensar, por encima del aprendizaje memorístico, en el seno de un centro
educativo con autonomía de gestión e integrador de los procesos de
enseñanza-aprendizaje de todos los niveles educativos. Tal sistema cuenta
además con dos colaboradores clave: la clase política y las familias. Por su
parte, la política educativa finlandesa se caracteriza por la absoluta
gratuidad de la educación obligatoria, la estabilidad –fruto del consenso
político existente-, y la potenciación de la conciliación familiar y laboral.
En cuanto a las familias, se consideran estas las primeras educadoras –por
encima de la escuela- y tienen como máximas: la disciplina, el esfuerzo, la
cultura y la responsabilidad en la educación de los hijos.
El primer puesto de Finlandia en cuanto a la calidad de
su sistema trae consigo la correspondiente comparativa entre países. Tal
posición se basa en dos aspectos: en la triunfante inserción en el mundo
laboral de sus jóvenes y en los análisis del rendimiento de estudiantes
recogidos en el Informe PISA (Informe del Programa Internacional para la
Evaluación de Estudiantes o Program for International Student
Assessment), y que es llevado a cabo por la OCDE (Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos). Y aquí surge la discusión sobre si el
informe PISA es un documento suficientemente fiable como para atribuir las
primeras posiciones a países como Finlandia y relegarnos a nosotros a un puesto
nada satisfactorio. Para ser justos, diseñar un sistema comparativo
estandarizado y común a culturas tan diversas, despegándose de los rasgos
característicos de estas, supone no atender a la necesidad básica que todo
sistema educativo presenta: adaptabilidad e integración en el seno de su
sociedad. Efectivamente, en el caso de los estudiantes finlandeses las pruebas
de análisis se ajustan en gran medida al proceso habitual de
enseñanza-aprendizaje de sus aulas. Este hecho no ocurre del mismo modo en el
caso de nuestros estudiantes. Las diferencias metodológicas de ambos sistemas
son patentes y, por tanto, responder a un mismo modo de observación de
resultados no resulta efectivo para tales fines. Sin embargo, a pesar de PISA,
lo que resulta innegable es que la educación en Finlandia funciona…, al menos
para los finlandeses, por cuanto el aprendizaje de sus alumnos desemboca
inevitablemente en un rendimiento laboral, cultural y económico más que
saneado.
A la vista de todo ello, la idea de atraer componentes de
su sistema educativo que sustituyan aquello que aquí no funciona resulta cuanto
menos tentadora. ¿Pero sería posible considerando las mencionadas diferencias
culturales –en el sentido antropológico de la palabra- entre ambas sociedades?
Y en tal caso, ¿cuáles podrían insertarse y cuáles serían inviables? La
necesidad de consideración es evidente, porque las cifras cantan y el abandono
de nuestros chicos nos obliga a no volver la cabeza a tal problema. Los datos
sobre el fracaso escolar en nuestro país resultan alarmantes. Un tercio de
nuestros estudiantes no termina la Educación Secundaria Obligatoria. De
aquellos que lo hacen y continúan estudios no obligatorios, tan solo un 50%
accede a la Universidad. Algo está fallando, lo hemos dicho en miles de
ocasiones, pero cabe reflexionar el qué, sus causas y los posibles remedios.
Los factores que han contribuido a alcanzar resultados tan negativos son
múltiples: la carencia de motivación de unos jóvenes que no verán recompensado
su esfuerzo con un brillante futuro laboral; la idea intrínseca de que el éxito
se encuentra asociado a los logros económicos y que no siempre son consecuencia
de una formación esforzada; el pertenecer a una sociedad, en un momento histórico
concreto en el que en poco tiempo nos hemos creído un país fuertemente
enriquecido, cuando esto era solo un espejismo; el retraso evolutivo en el
desarrollo de una denostada cultura, consecuencia aún de un pasado
histórico-político no tan “pasado” y que confiábamos haber dado esquinazo en un
par de décadas; la ausencia de compromiso de la clase política que cree que la
educación es moneda de cambio de sus intereses y que se alimenta por un sistema
obsoleto que fomenta tales actuaciones; la falta de verdadera adaptación a los
tiempos y a las necesidades sociales;… Solo ejemplos, y estoy segura de que hay
muchos más, que han engendrado lo que hoy tenemos en nuestras calles y en
nuestras aulas: en el mejor de los casos el desprecio a la cultura por su falta
de efectividad y funcionalidad.
Por todo ello, resulta una obviedad casi resignada hablar
del menosprecio sufrido por el concepto de educación y quienes nos dedicamos a
ella, en un país en el que incluso nuestro refranero y fraseología popular
contienen expresiones como: “ganas menos que un maestro de escuela” o “el
que vale, vale; y el que no, enseña” … ¿Cómo es posible, pues, salvar
nuestra educación si el conjunto de la sociedad no contribuye? Quizá
previamente deberíamos preguntarnos si es posible erradicar una idea tan
profundamente arraigada que ya se ha convertido en pandemia. O acaso modificar
determinados aspectos que minan nuestro progreso educacional y, por ende,
cultural. Compleja labor que supone penetrar en las entrañas de la nuestra
sociedad, acudiendo a la raíz del pensamiento de cada uno de los animales
sociales que la conformamos. Así, como el caballo de Troya, sería preciso
inocular en conscientes e inconscientes la siguiente idea: inherente a la
evolución biológica de la especie humana se encuentra su evolución cultural; si
bien la primera se debe a factores genéticos, la segunda es fruto de la
imitación y del aprendizaje, que comienzan en el mismo momento en el que
ponemos un pie en el mundo. Si tales acciones se descuidan, iniciamos un
proceso de involución que estigmatizará al conjunto social al que pertenecemos
y nos separará progresivamente de aquellos que sí velan por tal esencial
cuestión. El efecto dominó resulta inevitable: empobrecimiento de nuestro mundo
laboral y económico, ineficacia de la clase política, fácil manipulación de los
ciudadanos, estancamiento en el crecimiento personal de cada individuo…
¿Puede cambiarse una sociedad? Podemos pensar que el
grupo en el que nos ha tocado vivir es el que es, y que en el reparto de
caracteres nos ha correspondido un puesto determinado en la selección natural y
carrera por la supervivencia del más fuerte. Pero también podemos pensar que el
individuo y sus sociedades tienden a evolucionar para adaptarse al medio. Como
también que el concepto de cultura es intrínseco al del ser humano
individualmente concebido, siendo aquel independiente del de civilización. Por
ello, aunque la sociedad cultural a la que pertenecemos nos marca e incluso
condiciona, no tiene por qué condenarnos. La responsabilidad con uno mismo pasa
por cultivar y enriquecer la mencionada cultura. Me atrevería incluso a decir
que es instintivo, al menos para todo aquel que pretenda sobrevivir.
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