Hace ya unos cuantos años, durante mi etapa de estudiante
de Derecho, una de las primeras cuestiones que me enseñaron fue la diferencia
entre los conceptos: autoridad y potestad. Según el derecho romano, el término
autoridad -del latín, auctoritas-, se entiende como una cierta legitimación
socialmente reconocida, procedente del saber y otorgada a una serie de
ciudadanos. Así, ostentará la auctoritas aquel con la suficiente
capacidad moral como para emitir una opinión cualificada sobre un asunto
determinado. Por su parte, el término potestad –del latín, potestas-,
se contrapone fuertemente a aquel, y es entendido como el poder socialmente
reconocido, por cuanto es ostentado por quien tiene capacidad legal para hacer
cumplir su decisión. Muchos podían llegar a alcanzar la potestad. Muchos menos
la autoridad.
Sé que los correspondientes términos modernos se han
desdibujado con el tiempo, fruto tanto de nuestro proceso evolutivo natural,
como del de nuestras lenguas. Pero a pesar de ello, tal cuestión se grabó
tan profundamente a fuego en mi mente, que creo acertar si digo que fue el
comienzo de un proceso mental progresivo que me llevó a desmitificar a cuanta
figura de relevancia se cruzaba en mi camino. Acaso sería más precisa si, en
lugar de desmitificación, lo llamara: humanización del mito. Eso no supondría
carecer de la capacidad de admiración hacia el honesto trabajo de otros, pero
serían desde entonces esenciales los términos: admiración –que
no mitificación-, honesto –limpio en su trayectoria-, y trabajo –despojado
de laureles que no pasen por una constante dedicación-.
Humano resulta poner en un pedestal a personajes que
suscitan nuestra más profunda admiración. Y más aún, llegar a confundir a
quienes gozan de potestad con quienes ostentan autoridad. Basta con echar un
vistazo al engranaje político, económico, social y religioso que mueve el mundo
moderno y en especial a la sociedad occidental. Hemos montado un teatrillo en
el que ensalzamos y loamos, envolvemos de un halo de poder, a quienes son
incapaces de ejercerlo, pero además les regalamos rodeada de un lazo brillante
una buena dosis de autoridad en cualquiera que sea la materia de la que dicen
ser expertos. La consecuencia es un número ingente de ídolos de barro y
vendedores de humo que elevamos a la categoría de mito y que desemboca en
numerosas ocasiones en una notable frustración personal.
No hay mitos en el mundo real, no nos engañemos. Sí en la
literatura, en la leyenda. Hasta las politeístas sociedades clásicas, cuya
cultura se me antoja imposible sin tal figura, sabían en su fuero interno que
esta no traspasaba a lo mundano. Resultaba el bien necesario para subsistir.
Necesitaban creer en ello y con tal propósito lo perfilaban, del mismo modo que
Alonso Quijano creó con absoluta cordura a su don Quijote. Pero nosotros,
estúpidos presuntuosos de las sociedades modernas, nos hemos tragado la
falacia. Mitificamos a cada paso a todo aquél que consigue un mínimo y
discutible logro social, y aún más, económico. Y se nos cae la baba a cada
escalón que asciende en su trayectoria, por más aguas que haga en su labor
esencial: la de ser humano.
Y a pesar de todo esto me pregunto: ¿tiendo a mitificar?
Creo que sí, pero hoy en día, tengo la absoluta y tranquila certeza de que
pienso en todos aquellos que se preocupan por crecer interior y humanamente. En
aquellos que hoy han conseguido ser mejores personas que ayer y, sobre todo en
quienes, con la más sincera modestia, saben encontrarse a una distancia
infinita de lo que se supone ser un mito. Quiero a mi lado gente de carne y hueso.
Seres, sabios de lo suyo, que dibujan siempre en su cara una serena y nunca
falsa sonrisa que dice: ¡naaaa, esto no es nada! Y lo saben.
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