LA HUMANIZACIÓN DEL MITO

By María García Baranda - febrero 01, 2013

Hace ya unos cuantos años, durante mi etapa de estudiante de Derecho, una de las primeras cuestiones que me enseñaron fue la diferencia entre los conceptos: autoridad y potestad. Según el derecho romano, el término autoridad -del latín, auctoritas-, se entiende como una cierta legitimación socialmente reconocida, procedente del saber y otorgada a una serie de ciudadanos. Así, ostentará la auctoritas aquel con la suficiente capacidad moral como para emitir una opinión cualificada sobre un asunto determinado. Por su parte, el término potestad –del latín, potestas-, se contrapone fuertemente a aquel, y es entendido como el poder socialmente reconocido, por cuanto es ostentado por quien tiene capacidad legal para hacer cumplir su decisión. Muchos podían llegar a alcanzar la potestad. Muchos menos la autoridad.

Sé que los correspondientes términos modernos se han desdibujado con el tiempo, fruto tanto de nuestro proceso evolutivo natural, como del de nuestras lenguas.  Pero a pesar de ello, tal cuestión se grabó tan profundamente a fuego en mi mente, que creo acertar si digo que fue el comienzo de un proceso mental progresivo que me llevó a desmitificar a cuanta figura de relevancia se cruzaba en mi camino. Acaso sería más precisa si, en lugar de desmitificación, lo llamara: humanización del mito. Eso no supondría carecer de la capacidad de admiración hacia el honesto trabajo de otros, pero serían desde entonces esenciales los términos: admiración –que no mitificación-, honesto –limpio en su trayectoria-, y trabajo –despojado de laureles que no pasen por una constante dedicación-.

Humano resulta poner en un pedestal a personajes que suscitan nuestra más profunda admiración. Y más aún, llegar a confundir a quienes gozan de potestad con quienes ostentan autoridad. Basta con echar un vistazo al engranaje político, económico, social y religioso que mueve el mundo moderno y en especial a la sociedad occidental. Hemos montado un teatrillo en el que ensalzamos y loamos, envolvemos de un halo de poder, a quienes son incapaces de ejercerlo, pero además les regalamos rodeada de un lazo brillante una buena dosis de autoridad en cualquiera que sea la materia de la que dicen ser expertos. La consecuencia es un número ingente de ídolos de barro y vendedores de humo que elevamos a la categoría de mito y que desemboca en numerosas ocasiones en una notable frustración personal.

No hay mitos en el mundo real, no nos engañemos. Sí en la literatura, en la leyenda. Hasta las politeístas sociedades clásicas, cuya cultura se me antoja imposible sin tal figura, sabían en su fuero interno que esta no traspasaba a lo mundano. Resultaba el bien necesario para subsistir. Necesitaban creer en ello y con tal propósito lo perfilaban, del mismo modo que Alonso Quijano creó con absoluta cordura a su don Quijote. Pero nosotros, estúpidos presuntuosos de las sociedades modernas, nos hemos tragado la falacia. Mitificamos a cada paso a todo aquél que consigue un mínimo y discutible logro social, y aún más, económico. Y se nos cae la baba a cada escalón que asciende en su trayectoria, por más aguas que haga en su labor esencial: la de ser humano.

Y a pesar de todo esto me pregunto: ¿tiendo a mitificar? Creo que sí, pero hoy en día, tengo la absoluta y tranquila certeza de que pienso en todos aquellos que se preocupan por crecer interior y humanamente. En aquellos que hoy han conseguido ser mejores personas que ayer y, sobre todo en quienes, con la más sincera modestia, saben encontrarse a una distancia infinita de lo que se supone ser un mito. Quiero a mi lado gente de carne y hueso. Seres, sabios de lo suyo, que dibujan siempre en su cara una serena y nunca falsa sonrisa que dice: ¡naaaa, esto no es nada! Y lo saben.

  • Compartir:

Tal vez te guste...

0 comentarios