Prefiero no leerme el pensamiento
último.
De sobra sé. Ya sé, no me preguntes.
Por no decir, elevo mi silencio a
cómplice verdugo vestido de cordura,
como la justa soga que extingue el
hálito postrero de un cuello inmaculado.
Mas justo ahí, en ese mismo instante,
lo convierto en el más áspero de los gritos.
Callo lo impronunciable, sí. No me
preguntes.
Por no emitir sonidos inconexos que
esbocen el más mínimo trazado hasta tu gruta.
Y no quemarme envuelta en el azufre
que supuran las palabras prohibidas.
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