(I)
23 de noviembre de 2013
Froté con ambas manos la piedra que señalaba la llegada y
eché la mirada atrás hasta donde me alcanzaba la vista. Achiqué mis ojos para
agudizarla, pero podría haber hecho el mismo ejercicio con ellos totalmente
cerrados. Tantas fueron las veces en las que reproduje en mi mente el trayecto
recorrido y el aún restaba, que apenas sin esfuerzo pude hacer un recuento
exacto. Había caminado cuatro largos kilómetros a una velocidad constantemente
acelerada y metódicamente detenida. Para ello, había invertido cinco otoños,
tres inviernos, cuatro primaveras y tres asfixiantes veranos de silentes
pensamientos, cuyas letras cuidadosamente combinadas revelarían la solución al
jeroglífico. Si lograba resolverlo, me llevaría el primer premio y para tan fin
saqué un pedazo de papel raído que guardaba en mi bolsillo. La clave era el
apunte de un conjunto de símbolos aparentemente inconexos: una jaula de plata
brillante, un pedazo de madera de roble en el que se veían las hendiduras de
dos ojos profundos, y las cinco letras manuscritas. Recorté esmeradamente sus
siluetas y las esparcí por el mantel sobre el que trataría de encajar las
piezas del rompecabezas. Cuatro movimientos por aquí, un par de giros de
perspectiva… ¡et voilà!
La panorámica constituía la instantánea en blanco y negro
de un callejón en ocasiones angosto, en cuyos cruces se abría esporádicamente
el sendero para dejar entrar algunos rayos de luz. No obstante, a pesar de que
cualquiera podría figurar una tétrica oscuridad, una puntual luminosidad se iba
acumulando en mis pupilas, hasta dilatarlas y permitirme observar el dibujo de
todo aquello. El empedrado irregular, desgastado y resbaladizo recordaba a una
calle del siglo XIX. Por entre los ajados cristales de las ventanas se veía el
movimiento de unas cortinas ennegrecidas tras las que se ocultaban algunas
figuras curiosas. Un viejo gato negro de mirada inquisitiva insistía en querer
cruzárseme en el camino, pero lo sorteé en varios movimientos zigzagueantes,
por aquello de que a las supersticiones hay que guardarles al menos un mínimo
respeto. Sentada en el escalón de uno de los portales se hallaba una niña de
tez pálida y ojos claros que garabateaba unas notas en lo que parecía un
antiguo cuaderno de escuela. Portaba un lápiz de carbón casi sin punta que
apretaba contra el papel hasta traspasarlo. Al cruzarme con ella, levantó la
vista en un movimiento brusco y violento. Su gesto adusto me hizo sentir que me
consideraba una intrusa en aquel paraje, sin embargo, sin bajar mi cabeza
continué mi recorrido. Manteniendo mi atención en el suelo para no tropezarme
puse empeño en llegar al final de la vía.
Allí se abría una plaza de tonos ocres. Se podía respirar
el otoño que el viento traía mezclado con el humo de unas chimeneas de ladrillo
rojizo. En el centro se situaba una docena de pintores que ofrecían sus
acuarelas de paisajes urbanos a algún viandante interesado. Aquello bien podía
haber sido el barrio de Montmartre, pero como no había marcas que me
corroborasen tal idea, traté de escuchar alguna conversación que me ofreciese
una pista en la lengua de Voltaire. Nada, ni una palabra, calma absoluta. El
tiempo parecía haberse congelado, suspendiendo en el aire el grabado de una
calle sin nombre. De pronto un ruido rompió aquel silencio y el sobresalto me
hizo girar la cabeza hacia él. Era la carcajada de una anciana sentada en uno
de los bancos de la plaza. Estaba sola y su rostro supuraba la experiencia del
que ha observado la vida de las miles de personas que habrían cruzado por allí
en los últimos cuarenta años. Sostenía un libro entre sus manos y la curiosidad
por tratar de descubrir dónde me encontraba me llevó a aproximarme a ella. Muy
despacio y con un movimiento tímido me senté a su lado. Coloqué mi vestido para
no engancharme con las astillas que sobresalían del respaldo del banco y de
reojo busqué en el libro alguna respuesta. Tenía la cubierta amarillenta y
recordaba a la piel de los panderos, pero no había en ella título ni dibujo
alguno por lo que decidí aproximarme hacia sus páginas. Estaban totalmente en
blanco. Ni una letra, ni un rayón. Ahora sí estaba completamente desorientada y
perpleja, pero no podía dejar de mirarlo. La situación era inquietante, y al
tiempo había algo que no me permitía moverme del sitio. Me sentía absolutamente
hipnotizada, al menos hasta que la mujer cerró el libro con un golpe seco y lo
sujetó sobre su regazo. Me miró durante unos segundos y sentí un escalofrío
porque parecía leer mi mente atravesándome con la mirada. Sin decir nada y aún
esbozando su pícara sonrisa levantó su mano, me colocó el pelo y aproximó sus
dedos ásperos y arrugados a mis párpados. Al abrir mis ojos, tendió su libro
hacia mí y me lo colocó entre las manos. Pausadamente me puse en pie y comencé
a caminar sin rumbo.
No sé cuánto tiempo pasó, ni cuántas calles recorrí, pero
fui a dar a un pequeño café situado a la vuelta de una vieja librería que tenía
echado el cartel de cerrado. Me detuve ante la puerta pensando si debía entrar
en él y finalmente me decidí hacerlo. Tiré de la pesada puerta sujetando el
pomo de bronce helado, me asomé y un camarero me invitó a sentarme haciéndome
un gesto amable. Recorrí el local sin moverme del sitio, observando su
impresionista y viva decoración. Sentados sobre un par de taburetes y sujetando
unas diminutas copas dos amigos gesticulaban acaloradamente sobre lo que
especulé era un intento de arreglar despropósitos mundanos. En una de las mesas
un hombre de unos setenta años daba sorbos a un café que casi con seguridad le
abrasaba los labios, mientras que la mujer a su lado sacaba un pañuelo blanco
de su bolso y le limpiaba cuidadosamente las gotas que dejaba caer sobre su
jersey. Junto al lavabo, de espaldas a la sala, un camarero apoyaba su brazo
contra la pared y al girarse vi que hablaba animadamente por el teléfono
público. Pensé por su sonrisa que al otro lado había alguna novia con quien
concretaba algún plan para esa noche. Y al fondo, en una de las mesas de la
esquina, presentí una silueta que no llegaba a descifrar, pero que me impulsaba
a acercarme sin remedio. Me armé de valor y dirigí mis pasos para tratar de
averiguar quién era. Entonces vi su rostro. Claro, tendría que haberlo
sabido. Por fin se había revelado el misterio. Sin hablar me senté, puse
el libro en blanco sobre la mesa en una posición compartida y pregunté:
-¿Dónde
estamos?
Suspiró,
me miró fijamente y tan solo respondió:
- Estamos
a cuatro kilómetros del origen, y colocando sus manos sobre el libro,
continuó: “vamos a escribir”.
En
ese momento exacto, al fin lo había comprendido todo.
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