Puede llevarnos décadas y cientos de vivencias hasta que
al fin aprendemos realmente a determinar si es verdadera afinidad la que
sustenta nuestras relaciones personales. Cuando conocemos a alguien y nos
hacemos amigos íntimos o incluso nos enamoramos, comienza a generarse un fuerte
sentimiento basado en la empatía y en los rasgos que nos hacen parecidos al
otro. Lo que ocurre en muchísimas ocasiones es que esas ganas de unirnos y
compartir nuestra vida con ellos hacen que forcemos el tipo de relación que guardamos
y el mencionado grado de semejanza. Creemos pensar de igual forma, esperar lo
mismo de la vida, participar de los mismos intereses…, y a menudo volvemos la
cara a otras posibilidades que realmente elegiríamos de estar solos o incluso
con otra persona.
Descubrir el carácter y validez de esa afinidad lleva
tiempo y trabajo, especialmente con nosotros mismos. Tiempo para descubrir si
realmente queremos emplearnos a fondo en ese diseño de vida. Más difícil aún es
percibir si la otra persona vive como vive porque elige libremente y con ello
se realiza y se nutre, o si lo hace –consciente o inconscientemente- por
permanecer a tu lado. Sea como sea, eso tiene mala pinta, pues se trata de un
parecido sucedáneo y tarde o temprano la bomba nos estallará en la cara.
A poco grado de cariño y de bondad que tengamos tendemos
a hacer cosas para complacer a la gente a la que queremos. Actuamos en función
de lo que nuestra familia espera de nosotros, nos adaptamos a las costumbres de
amigos y conocidos y prescindimos de todo aquello que a nuestra pareja le
disgusta. Pero… ¡cuidado!, porque cuando esas acciones suman ya un número
cuantioso o son pasos esenciales en nuestra vida, corremos el riesgo de
terminar estallando y poner un pie en pared. Es algo insostenible. El camino
inverso también acecha, ya que incluso aquellas personas que considerábamos más
unidas a nosotros pueden, el día menos pensado, soltar un nada piadoso: “ahí te
quedas con la jaula que el pájaro ya voló”.
Hay varios caminos para afrontar tales situaciones. El
primero es preventivo y consiste en poner todo el esfuerzo posible en averiguar
si nuestros puntos de unión lo son verdaderamente y el otro piensa y siente con
verdadera proximidad a ti; o si por el contrario habla por tu boca, piensa con
tu mente o vive según las marcas que te han dejado tus experiencias personales.
El segundo de los caminos es curativo y se encuentra en el punto en el que ya
hemos iniciado una relación con esa persona; ahí descubrimos que o bien hemos
dejado de ser nosotros mismos en demasiados aspectos, o bien es el otro quien
está renunciando a sus verdaderas querencias por el mero hecho de satisfacerte
y que sigas pensando que te es incondicional. Independientemente del caso, el
final es inevitable, porque todos terminamos pidiendo cuentas al otro, tarde o
temprano, así que más vale pensar en ello responsable, justa y profundamente, y
tomar cartas en el asunto antes de que aparezcan los rencores. Si cualquiera de
ambas partes se está privando de tomar ciertas decisiones y renuncia a ir
eligiendo por sí misma, nos estamos hipotecando la vida de la manera más cruel;
e incluso estamos siendo tremendamente egoístas al condenar al otro a vivir
únicamente en nuestra piel, desechando vivencias que ni siquiera ha tenido
tiempo de analizar y descartar por sí mismo, por la mera razón de que nosotros
ya lo hemos hecho. Esas cosas se saben, se perciben y ahí es preferible decir
un adiós a tiempo y ser consecuentes al fin. Lealtad y agradecimiento con el
otro no significa regalarle tus sueños ni tus deseos, como tampoco ser
consentidor de que él lo haga contigo.
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