SCRIBERE

By María García Baranda - julio 31, 2014

He estado un poco mosca últimamente por el hecho de que mis irracionales ganas de sentarme a escribir no me invadieran como antes, independientemente de la hora del día o de la noche que fuese. Aún más grave me parecía no saber sobre qué hacerlo. Me planteé que se me habían agotado los temas de reflexión o incluso la necesidad de captar sensaciones que fotografiar en mi piel hasta fijar sobre el papel. Entré en pánico y me dije: “me he pasado de vueltas y soy incapaz de sacar conclusiones ante los sentires cotidianos”. Ya está: finito, caput.
Casi dos meses después de que tal confusión se apoderara de mi sentido común, ha sido hoy mismo cuando he llegado a la conclusión de que no eran mis ganas las agotadas, ni mis capacidades sensitiva y expresiva, sino las experiencias vitales a poner bajo el microscopio. Había quemado un periodo que comenzó con ideas descabezadas, seguidas por el caos y hasta el regodeo en tendencias destructivas, pero que afortunadamente culminó con el más rotundo y delirante emerger hasta alcanzar -creo- la mejor versión de mí misma, al menos por ahora. Etapa terminada, devorada por la imperiosa necesidad de dejar nacer otra nueva, fresca y nutrida por el aprendizaje de lo pasado.
En efecto, con absoluta inconsciencia me iba concediendo un tiempo de vacaciones de cuerpo y alma. Como mencionaba en mis últimas letras, me dejé ir con la marea y di carpetazo a la idea obsesiva de no escribir. Supe tan solo que necesitaba respirar y así lo hice. Observé mis pupilas y su brillo en el espejo, cada mechón de mi pelo, los gestos de mis manos, la tesitura de mi voz… ¡Me entregué a vivir, al fin, que no es poco! En completa libertad, dando un manotazo a los pensamientos y acariciando las sensaciones.
La cosa tiene gracia; y lógica, además. Para escribir es necesario vivir y sentir, masticar y digerir, recapacitar y aprender. Las letras son un ser vivo con cuerpo y corazón, modelado en el pasar de los días. Arde con violencia, late apresuradamente, se extenúa hasta rozar la muerte en sus márgenes y renace al instante. Es un amante de perfectos movimientos y mirada penetrante, que bien podría encarnarse en el ser deseado o en el pasional torrente que llevamos dentro. O mejor aún, en ambos a un mismo tiempo. Hay que acariciarlo y darle de comer las viandas más exquisitas, besarlo con desenfreno y dejarle descansar. Y él solo, instintiva e inevitablemente, enredará sus piernas alrededor de tu cuerpo de por vida.

Por lo tanto, me digo que de momento seguiré dedicándome con esmero a mí misma y siéndole fiel únicamente a la autenticidad, recopilando el material suficiente que me haga buscar con deleite la belleza de cada palabra. Quiero más, ahora que me encuentro plenamente satisfecha y llena con mi vida. Y me prometo a mí misma acudir a mis letras ante cada nuevo estímulo, pero eso sí, sin presiones. ¡Palabra!




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