HAY MUJERES QUE HACEN QUE ME AVERGÜENCE DE SERLO

By María García Baranda - junio 05, 2016



 Soy santaderina de nacimiento y de residencia, aunque no me crié en esta ciudad. Aquí nací porque aquí se ubicaba el gran hospital de la región y aquí vivo hace algunos años por el mero hecho de que me gustan las ciudades. Es de todos sabido que cada ciudad, cada región, cada país responden a un tópico. Que un inglés se alimenta a base de té y se mueve entre la niebla, que un francés es gran amante y sobrevive de queso y baguettes de pan, que un alemán es gran bebedor de cerveza,… y así sucesivamente. Por lo que se refiere a mi ciudad, tiene esta fama de contar con habitantes bastante chismosos, cerrados en sus círculos sociales, fanáticos de aparentar y del elitismo, pueblerinos escondidos bajo la capa de las ropas caras y un tanto pijas. Eso dicen. Las mujeres en concreto tienen fama de estiradas, bordes en el trato a los hombres, practicantes del mirar por encima del hombro y de perdonar la vida. Eso dicen, sí. Hasta el punto que yo, agradecida por ello ante semejante panorama, he oído como me decían más de dos y tres veces un “tú no pareces de aquí, no respondes al estereotipo”. Bendita sea la no correspondencia, pienso.
La cuestión es que así es como se ve fuera, pero ¿cómo lo veo yo? Trataré de respetar mi principio de no generalizar y hablaré de la supuesta abundancia o escasez de determinados comportamientos. Me crié fuera de aquí, a menos de kilómetros, pero donde se ven rasgos distintivos a los de mi actual ciudad. Ya entonces me cruzaba con un profuso número de habitantes capitalinos con esas características, pero el vivir aquí me ha multiplicado exponencialmente la oportunidad de comprobarlo in situ. Conclusión: abunda en Santander la desenfrenada tendencia a mantener las apariencias y a seleccionar a las amistades por notables criterios elitistas. De qué familia se es, apellidos, estudios y profesión, posición económica,… aspectos absolutamente banales y reprobables que personalmente me provocan poco menos que una gran nausea. Nada por dentro, todo por fuera. Nada es lo que parece. Nadie es quien dice ser. E imbuidos en esa mascarada se conducen por las calles de la ciudad y se relacionan, se huelen y se identifican entre sí. Santander es pues, no solo por esto sino también por otras muchas razones que ahora no vienen al caso, una ciudad decimonónica. Podía haber sido el escenario perfecto de una novela de Galdós. Podía haber sido el espacio narrativo de La Regenta de Clarín o de cualquier otra ciudad de la novela europea del siglo XIX. No es la única y por fortuna hay por las calles habitantes que merecen mucho la pena, con principios, con corazón, con sencillez,… independientemente de otras condiciones superfluas. Pero para encontrarlos hay que ir apartando con el machete comportamientos cancerígenos que pueden hacer mucho, pero mucho daño a quienes se crucen en su camino y no comulguen con las ruedas de su molino. Hasta el momento, por lo que a mí respecta, puedo identificarlos con claridad. Me disgusta sobre manera cuando me rozan, pero hay una circunstancia que hace que me levante en cuajo sin poder evitarlo: el que esas personas sean mujeres. Y explicaré el porqué.
Desde el siglo XIX hasta ahora el avance social ha ido en progresión geométrica. No siempre es tanto como parece, pero hay que ser conscientes de que es impresionante. Consecución de derechos, mejora de la calidad de vida, aumento de las oportunidades para más sectores de la población,… Como mujer es evidente que se han dejado atrás muchos hábitos y comportamientos, se han ganado derechos no ya solo legales sino también a los ojos de la sociedad, se ha dejado de cuestionar lo apropiado o no de determinadas actividades para las mujeres,… y así un sinfín de asuntos. El trabajo no ha terminado, puesto que no se da de forma natural entre todos y cada uno de los individuos, ni en todas las sociedades, ámbitos geográficos ni culturas. Pero en mi entorno así se presenta. Y si no es así será porque siempre hay un personaje recalcitrante y chapado a la antigua, tal vez machista, tal vez ultraconservador. Pero ¿qué sucede cuando esa actitud parte de una mujer? Doble delito, a mi modo de ver. De todos es sabido que el retroceso femenino suele gestarse en las sociedades matriarcales y que las culturas más machistas se cultivan desde la cuna con la ayuda también de las madres. Pero me impresiona sobre manera cuando en una sociedad moderna, mujeres con todas las oportunidades en su mano se comportan como damiselas del siglo XIX. Teniendo en cuenta cómo comencé el artículo podrá el lector suponer que Santander es un caldo de cultivo para ello. Damas en las que se esconden verdaderas arpías sin una gota de escrúpulos ni vergüenza para conducirse de la manera más superficial y aprovechada. No pretendo afirmar que la geografía sea causa del nacimiento de dichos especímenes, pero sí es verdad que en ámbitos concretos abundan más. Sea como sea, el día a día me da la oportunidad de quedarme pasmada, de indignarme y de despotricar ante el modo de vida y las declaraciones oídas de boca de algunas mujeres que… ¡flaco favor nos hacen a las demás! Me provoca un profundo asco como mujeres de mi edad o incluso más jóvenes carecen de escrúpulos para venderse al mejor postor a cambio de una vida cómoda y frívola. No solamente tiran por la borda la labor de miles de mujeres a lo largo de todo un siglo, sino que insultan a aquellas que nos conducimos por los caminos del trabajo, la cultura, las emociones sanas, el desinterés, la falta de materialismo y, desde luego, el respeto al resto de las mujeres y de los hombres. Campan estas a sus anchas, con una total ceguera de conveniencia. ¡Bastante las importa a ellas que se diga esto o aquello de las mujeres! Y con su danza no solo ensucian la labor del resto –a quienes sí nos importa llevar a cabo comportamientos coherentes-, sino que nutren opiniones que nos dañan a todas. ¿Ejemplos? Naturalmente que los doy. Y no hablo de oídas, ni de supuestos o hipótesis. Me baso en casos concretos con nombres y apellidos, no aislados, sino repetidos, ya que es precisamente su abundancia la que me ha hecho llegarme hasta el teclado a opinar. Allá voy.
Hablo de mujeres en sus treinta o cuarenta que estuvieron casadas y tuvieron hijos, que vivieron cómodamente porque por fortuna para ellas sus parejas gozaban de una situación desahogada y de profesiones bien remuneradas. Mujeres que se dejaron embaucar por los cantos de sirena de salir aquí y allá y que echaron a un lado su crecimiento personal, emocional e intelectual; y no por ponerse en un segundo lugar ante, que sé yo, la importancia de la educación de sus hijos, no, sino por descargarse de quehaceres. Mujeres que por circunstancias vieron acabar sus relaciones y que hoy día, ya divorciadas, tienen aún cogidos por los huevos a sus ex maridos con el único fin de seguir viviendo cómodamente. Utilizan a sus hijos, utilizan aquello que dulce y románticamente compartieron, utilizan la pena,… lo que sea por continuar acomodadas. Y lo dicen. Y lo cuentan. Y afirman orgullosas como fulanito de tal va a seguir velando por ellas per saecula seculorum.
Otro caso es el de aquellas que casadas o no anteriormente buscan y buscan el paganini de sus próximos tiempos. El papel couché nos ofrece docenas de imágenes de este pelo, pero no hablo de fortunas millonarias de escritores octogenarios emparejados con exóticas damas venidas a más pasito a pasito. Hablo de mujeres que optaron por el camino fácil en lugar de formarse o de mujeres que estudiaron conmigo en el instituto o en la universidad, mujeres de mi edad que perfectamente pueden vivir de su trabajo, pero que sin embargo aspiran a ser retiradas por sus novios y futuros maridos, aunque no sientan por ellos más que… ¡no lo digo! Esas que se sientan al sol a la hora del aperitivo y que ponen encima de la mesa y entre amigas nombres varios para postular a la buena vida. No importará si no hay demasiada atracción por ellos, por sus personalidades, por sus físicos,… ¡nada! Tampoco importará si algunas más de las sentadas a esa mesa gozaron de sus compañías en otros tiempos aunque no llegara a más. Pero es menganito de cual, de familia tararí y un habitual de la fiesta de zutano o del barco de ese otro en pleno verano. ¡Vendidas! Y estas también lo dicen. Y lo cuentan. Y afirman orgullosas como esos menganitos salen con ellas aquí y allá, tal vez con un trato de medio pelo, pero no se pierden un sarao ni un evento en el que dejarse ver con modelito. Y fotografiarlo. Y enseñarlo. No contarán si comparten algo profundo, si conectan, si velan por ellas, si se sienten admiradas… Aunque si lo pienso un poco no creo que teniendo dicha actitud haya mucho por lo que sentirse admiradas.
Y,… ¿qué hay de ese caso común que practican todas ellas? Observan y apuntan. Y saben de la vida de todo el mundo de la ciudad, o de esos círculos. De lo real y de lo ficticio. Y se jactan de ser sabedoras de todos esos tejemanejes como si lo hubiesen vivido en primera persona. Y juzgan, valoran y ejecutan. Declaran la guerra a la enemiga que se tercie. ¿Por qué? Da igual. Por más alta, más guapa, más estilosa, más inteligente, más lista, más exitosa profesionalmente, más simpática,… ¡yo qué sé! Por cualquiera que sea la luz que les pueda hacer sombra en la empresa que tengan entre manos.

Nido de víboras y allá donde vayamos habrá alguno. Mi antídoto es seguir estando segura de quién soy y de mis principios. Lo que valoro en los demás lo tengo muy claro y trato de corresponder al respecto. Lo detecto al instante. Y percibo su carencia con un simple golpe de atención. Trato de caminar lo más alejada posible de ese sendero, pero de vez en cuando he de cruzarlo y procurar que no entorpezcan mi ruta. Ahí aprovecho y miro con el rabillo del ojo, por aquello de que al enemigo hay que mantenerlo vigilado, identificado y anulado. Pero reconozco que si me pongo seria y analizo, más allá de mi vida cotidiana, monto en cólera. Siento un profundo desprecio por ese tipo de mujeres y por su falta de decencia. Sinceramente no exagero si digo que cuando están expuestas y se erigen en símbolos de lo femenino hacen que avergüence de ser mujer. Espero que se me entienda la expresión. Cada cruz ha de ser cargada por cada culpable. Culpable es la que así actúa, no yo. Culpable es quien juzga así a todas las mujeres, sin distinción. Pero me duele más por ser mujer y porque es algo así como tener al enemigo en casa. Vergüenza ajena. Vergüenza propia. Y todo ello en 2016.






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