LA LÍNEA

By María García Baranda - septiembre 04, 2018


     


   Creo que cada cierto tiempo el corazón echa cuentas. Las mide, calcula escrupulosamente qué ocurrió y cómo, las ajusta al milímetro y sentencia. Cuando eso sucede se atraviesa una puerta imaginaria tras la cual corremos a borrar el dibujo de su dintel y con ello asegurarnos de que no solo no se abra más, sino de que se extinga por completo y por los siglos de los siglos. Amen. En mi cabeza esa metafórica puerta se materializa en forma de línea gris. Una simple, no muy larga y estrecha línea gris asfalto que mantiene a raya a las personas a las que mi interior –y mi sentido común a veces– colocó en su justo lugar. También por puro agotamiento otras. Así, cuando me toca echar cuentas y me viene a la mente alguien que superó mi paciencia, repentina e inconscientemente se me aparece esa marca en el camino. Suspendida en el aire y a unos dos palmos del suelo, metro y medio por unos veinticinco centímetros, buscando el equilibrio y marcando entre ese ser y yo una distancia intraspasable. ¡Qué cosas! Y es que esa línea no está fabricada de ningún material especial. No proyecta descargas eléctricas, ni repele metales. Tampoco es venenosa. Tan solo permanece ahí, en la nada, sin apenas esfuerzo y con solo ese gesto marca ya una frontera hostil con mi mundo. Señalado de por vida. Nunca retornable y cada día que pasa más denostado.

   Desde luego yo llevo tiempo siendo consciente de que poseo un saco de carga de considerable capacidad ante las situaciones injustas y los seres mezquinos, pero que dicho saco un día de pronto, sin previo aviso, ni carta de reclamo se volatiliza y cambio el ritmo de la melodía. Ahí es donde nace mi frontera. Por sí sola. Para provocarme un total y absoluto empacho de esos seres que, lamentablemente, recuerdo un tanto insufribles y cansinos, y hoy solo quiero tener muy lejos de mi música. Yo misma me sorprendo en ocasiones de cuán potente e intensa es esa sensación mía de rechazo. Ácida y posicionada en la boca del estómago. 

    Dicen por ahí que por cada desprecio que alguien te procuró habrá de padecer siete. Por cada deslealtad, una traición de las que amargan. Por cada daño gratuito, tres burlas. Por cada crítica infundada, dos semanas de envidia.  Cinco noches sin dormir, por cada día de tristeza, y un mes de angustia, por cada hora de llanto. Y por haberte vuelto la cara sin motivo una vida desgraciada y condenada a la más seca soledad. Yo no sé si eso es cierto, si se trata de aquello que llamamos el karma, si es una expresión de Coelho o si nace de la misma filosofía oriental. Para mí es la línea. Etérea, casi invisible, implacable y… sobre todo, imborrable.  




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