Creo que cada cierto tiempo el corazón
echa cuentas. Las mide, calcula escrupulosamente qué ocurrió y cómo, las ajusta
al milímetro y sentencia. Cuando eso sucede se atraviesa una puerta imaginaria
tras la cual corremos a borrar el dibujo de su dintel y con ello asegurarnos de
que no solo no se abra más, sino de que se extinga por completo y por los
siglos de los siglos. Amen. En mi cabeza esa metafórica puerta se materializa
en forma de línea gris. Una simple, no muy larga y estrecha línea gris asfalto
que mantiene a raya a las personas a las que mi interior –y mi sentido común a
veces– colocó en su justo lugar. También por puro agotamiento otras. Así, cuando
me toca echar cuentas y me viene a la mente alguien que superó mi paciencia, repentina
e inconscientemente se me aparece esa marca en el camino. Suspendida en el aire
y a unos dos palmos del suelo, metro y medio por unos veinticinco centímetros, buscando
el equilibrio y marcando entre ese ser y yo una distancia intraspasable. ¡Qué
cosas! Y es que esa línea no está fabricada de ningún material especial. No proyecta
descargas eléctricas, ni repele metales. Tampoco es venenosa. Tan solo
permanece ahí, en la nada, sin apenas esfuerzo y con solo ese gesto marca ya una
frontera hostil con mi mundo. Señalado de por vida. Nunca retornable y cada día
que pasa más denostado.
Desde luego yo llevo tiempo siendo
consciente de que poseo un saco de carga de considerable capacidad ante las
situaciones injustas y los seres mezquinos, pero que dicho saco un día de
pronto, sin previo aviso, ni carta de reclamo se volatiliza y cambio el ritmo
de la melodía. Ahí es donde nace mi frontera. Por sí sola. Para provocarme un
total y absoluto empacho de esos seres que, lamentablemente, recuerdo un tanto
insufribles y cansinos, y hoy solo quiero tener muy lejos de mi música. Yo misma me sorprendo en ocasiones de cuán potente e intensa es esa sensación mía de rechazo. Ácida y posicionada en la boca del estómago.
Dicen por ahí que por cada desprecio que
alguien te procuró habrá de padecer siete. Por cada deslealtad, una traición de
las que amargan. Por cada daño gratuito, tres burlas. Por cada crítica
infundada, dos semanas de envidia. Cinco noches sin dormir, por cada día de tristeza, y un mes de angustia, por cada hora
de llanto. Y por haberte vuelto la cara sin motivo una vida desgraciada y
condenada a la más seca soledad. Yo no sé si eso es cierto, si se trata de
aquello que llamamos el karma, si es una expresión de Coelho o si nace de la
misma filosofía oriental. Para mí es la línea. Etérea, casi invisible,
implacable y… sobre todo, imborrable.
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