Nunca me gustaron los amores diminutos, tan mínimos ellos que no llegan a izarse. Minúsculos, a medias. Que no alcanzan apenas, siquiera de puntillas, para decir bien alto cuánto aman o si aman. Y no llegan a más, ni consumen la llama. Y te matan de hambre con migajas del pan de los afectos.
No me gustan tampoco los amores mancos, de esos de media entrega, pues mal se puede dar con una sola mano lo que bien se merece quien ofrece sin vuelta todo cuanto posee. Y todo cuanto es. Que abren la carne en dos y laceran la piel por falta de caricias.
Me disgustan seguro esos amores ciegos. No los de aquellos que se aman sin mirar nada más de cuanto les rodea, no esos; sino los que no ven, no distinguen, vislumbran, diferencian... cuánto amor se desborda del alma del amante. Ni acaso su belleza... única y delicada.
Detesto con el alma amores sordos, pues no saben oír las mágicas palabras con las que una voz cálida, generosa y sincera regala su te quiero tan solo por amar. Enorme abrigo hambriento de una declaración definitiva y firme.
¿Y los amores cojos? Están faltos de esencia. Apenas sí caminan unos días. Y no crecen, no avanzan. Y quedan rezagados ante el menor tropiezo, agotados, cansados del trayecto no iniciado. Humo sin fuego son.
Mudos..., ¡no! Que estos jamás te dicen que te aman, ni cuánto te desean, ni si te necesitan. Y si un día por azar aciertan y articulan ese par de palabras, será tarde, muy tarde. Ilegible la voz, hueca en sustancia ya. Ruido sin melodía.
Que el Amor es completo,
que no hay amor a medias si ha de llamarse así.
Que eso es una gran farsa. Engaño cómodo.
Y si no ve o no escucha,
no baila entre mis brazos,
no susurra a mi oído,
no es enorme en sus pequeños gestos...
entonces no es Amor.
Que el mío es con mayúsculas y sabe a realidad envuelta en sueño.
Con verdad cotidiana, más no defectuoso.
Que no encuentro otro modo ni otra forma de amar.
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