Pues claro que no, naturalmente que no. El amor no lo puede todo. ¡Sería tan fácil…! Pero el amor no es en absoluto todopoderoso. Pobrecito mío. No mueve montañas, ni derrite témpanos humanos. No puede hacer el amor que nos quieran sin querer, que nos amen sin pretextos cuando amenazan las dudas, que nos acepten sin voluntad de ser compañeros, que nos den la mano o que caminen sin pensarlo a nuestro lado. No es él el responsable. Es uno mismo. Y soplará el viento a favor, se cruzarán dos almas y se enamorarán perdidamente, pero incluso ahí no podrá el amor ser absoluto o soberano.
El amor es necesario, es profundo, es placentero. Sí. Eso y mucho más. Puede ser inmenso, grandioso y generoso, eterno, bello y cristalino, natural y auténtico; pero nunca rozará la perfección. Porque por mucho que yo ame, que ame con ganas, que ame con fuerza, que ame sincera…, por mucho que me deje las entrañas en ello, aun sin proponérmelo, siempre habrá un recóndito lugar al otro lado que yo no alcanzaré. Habrá un recodo propio, personalísimo e íntimo, donde habite un miedo deforme, un rencor amarillento o una herida cuya costra aún mantiene su relieve. Una negativa por inercia y sistematizada, una reticencia hundida en vieja desconfianza. No podrá mi amor diluir del todo esas sustancias. Tampoco mi amor disolverá otras penas ni pulverizará los quebraderos de cabeza. Esas seguirán ahí afuera, conviviendo como puedan en medio del edén, provocando aguaceros repentinos de los que refugiarnos. Que además, por grande que sea el amor que de mí brote, jamás podré poner en las otras manos la totalidad de cuanto en mí siento. No alcanzarán mis gestos, mis palabras, para dar la medida exacta, si la hubiera y algo así pudiera medirse. Eso es algo que intuyo; no se bien si lo sé.
Tal vez sea este uno de los movimientos más intrincados -cuasi imposible- de este vicio delicioso que es amar: el averiguar que nuestro precioso y descomunal sentimiento no será omnipotente. Y más: el aceptar, pero muy de veras, aniquilando el ego y el empeño en ser únicos, que amar no ha de entretenerse en tales frivolidades; vivir con el hecho de que el otro, el profundamente amado, posee una parcela tan propia y tan profunda, tan vital y tan suya, que ni en nombre del amor habremos de pretender traspasarla. Y no nos querrá menos. Ni yo tampoco...
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