Una vez aquí, alcanzado este punto de la vida,
no anhelo nada en absoluto sofisticado. Aspiro tan solo a pequeños logros del
día a día que, seguramente por su escasez en estos tiempos atropellados,
cuenten un valor más alto que la inmensa mayoría de las cosas. Se reduce todo a
vivir sin sobresaltos, que no sin emociones. Sin percances, que no sin retos. Sin
que el alma se me acelere por contacto con elementos extraños. A vivir
tranquila.
Con toda probabilidad, mi reclamo podría
haber sido tan solo ese lugar común al que todos viajamos ante la necesidad de una
existencia apacible y cómoda. Un canto conocido en forma de deseo de paz en el
mundo y salud para todos. Y sin embargo, en mí –supongo que como en muchos
otros– ha tomado carácter de salvoconducto esencial sin el cual adivino poco
llevadero el viaje. Incluso imposible.
Celosa y recelosa de mi mundo,
defensora con sangre de mi propio universo, ese vivir tranquila tiene forma de
ausencia de contacto con seres limitados: en mente y en espíritu. Seres sin
respuestas para la vida, sin juicio crítico ni autocrítica juiciosa. Sin ley ni lealtad. Sin capacidad de entonar un mea culpa que no suene a descargo o de tender una mano conciliadora cuando lo que está en juego es más importante que uno mismo. Tranquila... sin ellos. En todas y cada una de sus múltiples formas y caras, acumuladas a veces: Mediocres, acomplejados, envidiosos,
mezquinos, ignorantes por voluntad propia, tarados, egoístas, narcisistas, crueles...
Esa y no otra es mi única aspiración. Mi imprescindible. Aunque el precio a pagar sea el ver cada vez más huecos a mi alrededor y me apoye tan solo en un par de bastones para hacer el camino.
Esa y no otra es mi única aspiración. Mi imprescindible. Aunque el precio a pagar sea el ver cada vez más huecos a mi alrededor y me apoye tan solo en un par de bastones para hacer el camino.
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