Errada yo, equivocadamente, durante largo
tiempo tildé de tóxicos amores que en absoluto envenenaban, sino que hincaban
sus colmillos en la boca del estómago… de pura y descarnada voracidad.
No eran tóxicos, no. Mejor habría sido bautizarlos como
amores famélicos, pues sus huesudos cuerpecillos crecen y se alimentan de la
necesidad de amor, se beben las carencias afectivas -más propias que ajenas- y
relamen las sobras de los platos servidos con desgana.
Que cuando no hay sustento, cuando la falta de alimento se prolonga en los días y duele la existencia de saberse desnutrido, el ser humano es capaz de agradecer las migajas recogidas del suelo como si se trataran de un sano y suculento manjar.
Que no hay hambre peor que el del anhelo de sentirse querido. Y en tal caso, la culpa, si es que existe, es siempre del hambriento.
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