ESCRIBIENDO DESDE EL PURGATORIO (La fórmula de la caja vacía)

By María García Baranda - noviembre 21, 2020

 

Dante y su poema, Domenico di Michelino.

 

Hace un par de días en redes, Raúl Parra, autor de Versos Nómadas, lanzó al aire en su perfil social un inspirador pensamiento: “Antes, al escribir, tachaba lo que dolía. Ahora lo subrayo”. Para a continuación preguntar a sus lectores: “¿Tachar o subrayar?”. (No dejen de visitarlo).

 

Respondí a la pregunta: “… depende del momento vital que atraviese, pero sobre todo de cuán intenso sea ese dolor. Subrayo casi siempre; pero a veces, si hay auténtico desgarro, no solo no tacho, sino que borro por completo”. Me vino a la mente el mapa de las diversas maneras que he tenido, y tengo, de enfrentarme al papel: contenedor de un torrente de sentimientos que se escapaban sin freno por los márgenes, equilibrado ordenador de emociones particular, canal de pataleo sentimental, altavoz de protesta, impartidor de justicia privada, abierto regalo al receptor… En todas ellas, en efecto, trato de remarcar no ya solo cada dolor, sino cada uno de los matices emocionales que me provoca un acontecimiento en mi vida, haciendo incluso de ellos el leitmotiv de esas letras. Y en tal ejercicio, rasco entre sus trazos, pregunto, busco las respuestas, deduzco y pongo al microscopio cada tejido, hago partícipe a quien pueda interesar y, sobre todo, llevo adelante una catarsis orientada no solo a mi propio desahogo, sino principalmente a la búsqueda de un aprendizaje de crecimiento interno y mejora del universo emocional, de mí misma y de quien se emplace al otro lado de mis letras. Así que sí, para establecer ese diálogo constante, subrayo. Lo excepcional, lo positivo, lo eminentemente feliz…, y también lo doloroso. Con línea inferior y con negrita. Subo su volumen y despliego sus alas, aunque eso suponga descender a los infiernos de uno mismo.

… Pero no siempre, pues bien sé que, a lo largo de mi vida, he practicado también la fórmula de la caja vacía. Lienzo en blanco, sin mácula y sin tinta, en silencio absoluto ante la impresión de no poder articular palabra. Y eso habría de deberse a varios motivos. En ocasiones, el desagarro, como ya dije, puede ser tan grande que no queda ya más que enmudecer, hasta que la propia voz vaya cicatrizando sus heridas, tomando de nuevo tono, acomodándose en su tesitura natural y desprendiéndose de rencores punzantes. La voz, como las plantas, necesita del agua y de la luz natural para expandirse y eso no es posible cuando alrededor todo es aún oscuridad amenazante martilleando el corazón. Otras veces, en cambio, no se trata en absoluto de curas ni reparaciones, sino de la sensación de haber ido quemando puentes a tu espalda, agotando en vueltas concéntricas el tiovivo de la expresión emocional hasta pensar que, en efecto, no resta ya nada más que añadir. Curso terminado, es momento de practicar viviendo y dejar de teorizar.

Por lo tanto, subrayo, muy puntualmente tacho, pero alguna vez borro. Y me quedo absorta mirando al papel en blanco y preguntándome si se me habrán terminado las reservas de ideas o ya he tocado techo en cuanto a comprensión de mente y corazón humanos, para una buena temporada al menos.

 

Y esto, que hoy he centrado en cómo escribo yo de sentimientos y otras hierbas, es perfectamente aplicable al caminar cotidiano. Pues bien creo que las personas, cuando se comparten con el resto, subrayan y tachan sus dolores dependiendo de sus altas o bajas capacidades emocionales, de lo enraizados que aquellos se encuentren, de su individualismo o desprendimiento con el ser humano y hasta de su nivel de soberbia. Y algunos…, algunos incluso borran como si nunca pasara nada, porque no todo el mundo tiene la valentía ni la generosidad de escribir desde el purgatorio.  

 

 

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