LA INSOPORTABLE INFALIBILIDAD DEL SER

By María García Baranda - diciembre 16, 2021

 


 

En mi omnipresente inercia por prestar atención al significado connotativo de las palabras, anoche me paré a pensar en la gran cantidad de léxico que pone nombre a las emociones y al que se le asocia una carga de significado negativo a los ojos del común de los mortales. No se perdona con facilidad el hecho de sentir nostalgia. Ni miedo. Ni enfado. Ni rabia. Ni rechazo. Tampoco tristeza. Si sientes nostalgia es que no sabes vivir mirando hacia adelante. Si sientes miedo, eres un cobarde acomodado. Si te enfadas, eres un inconformista caprichoso. Y si es rabia la que te invade en un momento dado, te falta autocontrol. El rechazo conlleva falta de autoestima y la tristeza implica debilidad. Y que no te dé por sentir todo ello a un tiempo, porque los ojos acusadores se te clavarán en el cogote tachándote de doliente mental.  

 

En esta sociedad nuestra -acaso no tan joven- se espera, al parecer, que cada uno de nosotros seamos inmensos seres de luz, de luz potente y perenne, además. Una luz que ilumine no solo nuestro interior, sino que alumbre al tiempo al resto de individuos, conocidos y anónimos, con los que nos vamos cruzando por la calle una tarde cualquiera. Es síntoma de fornida salud emocional sonreír por doquier cada día (aunque te importen un pito propios y extraños); asumir el deterioro humano con elegancia y dejándose las canas (pero sin que se note en demasía y con ayuda del bótox); asimilar la muerte como ley de vida (por más que sea la contradicción más cruel de nuestra existencia); asumir los fracasos y tropiezos (a pesar de hundirnos en la miseria de la impotencia). Para ayudarnos en la tarea tenemos coachs, libros de autoayuda, aforismos inspiradores, influencers e instagramers, talleres de mindfulness, publicidad sustentada en gente guapa y feliz a partes iguales e incluso un wonderful merchandising en forma de tazas o cuadernos. Pero por encima de todo tenemos un sistema que se deja la piel en enviarnos al epicentro del hipotálamo el mensaje de que resulta deshonroso no rebosar por los bordes de nuestro cuerpo buen rollo a raudales en estado líquido, sólido o gaseoso. Así, prisioneros de tal consigna, empeñados en ser felices, pero especialmente en comportarnos como la mujer del césar, no quedará energía más que para soñar con la grandiosidad de la vida que podemos llegar a vivir. Con esfuerzo, sangre, sudor y apretar de dientes, con mucha sumisión, y terriblemente agradecidos por que se nos permita aspirar a esa felicidad 24/7. No hueco ni energía para la protesta, ni para la reivindicación. Ni habrá ganas de mejorar nada. Habrá tan solo silenciosa e individual culpa por no conseguir esa foto panorámica en la que siempre hace sol.

 

Me gusta observar, sí, cómo el paso de los siglos y las imposiciones de cada una de sus sociedades han ido cambiando los significados y los matices de las palabras con las expresamos lo que llevamos dentro. Me ayuda a separar el trigo de la paja en la reflexión y la certeza de que mi vida solo es y será plena, si acepto todo el abanico de emociones humanas posibles. De que no pasa nada por sentirlas. Y de que, es más, si las siento con la misma enjundia que las positivas, podré trabajarlas o combatirlas como corresponda. Me fortalece la idea de que el desprecio a ciertas emociones es un invento artificioso del que que no hemos de sentirnos esclavos, y de que quiero, si así toca, sentir nostalgia de tiempos pasados, miedo ante el dolor, enfado irracional, rabia por lo inmutable, rechazo ante un rotundo no y tristeza por aquello que perdí irremediablemente. Quiero sentirlo. No necesito ser infalible y mucho menos una caricatura de mí misma. Ahí, solo ahí, podré tildar de plena y de real la vida que atravieso. Y eso es felicidad. Mi felicidad.

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