Me parece que no he contado a (casi) nadie que en un
determinado momento un sueño cambió mi vida. No exagero en absoluto, así fue. Y
sin entrar en detalles daré cuatro o cinco pinceladas al proceso. Comenzaré
diciendo que el hecho en sí puede parecer inquietante o poco fundamentado, no obstante,
para mí obviamente tuvo suma importancia. Tanta como para romper y rasgar con
ciertos pensamientos y originar un movimiento cuyo efecto dominó aún continúa.
Un sábado, creo que pasaban las diez de la mañana, me
desperté sobresaltada y empapada en sudor. Acababa de tener un sueño que me
había descolocado por completo por lo dispar con el momento vital que creía
atravesar. Y me asusté. Suele ser común al despertar de un sueño complejo o de
una pesadilla verse afectado por un malestar que dura incluso todo el día. Sin
embargo, aquel no había sido un mal sueño, ni desagradable, ni angustioso. Fue
placentero y apacible. ¿Por qué entonces esa intranquilidad? Porque desde el
mismo momento en el que recuperé la consciencia me percaté de que la había
perdido en pro del inconsciente. Los pensamientos alojados en el lado más
oculto de mi cerebro se habían burlado de aquellos que creía tener bien
estructurados y asentados. Me había empeñado en transitar un sendero que creía
verdadero y de un seco topetazo me había encontrado con un cruce de caminos que
me obligaba a dar un volantazo. Hoy me alegro y me siento enormemente orgullosa
de ello. Bastó con leer detenidamente los símbolos que me codificaban por
dentro.
Luchamos constantemente por planificar aquello que
debemos hacer y bastante a menudo nos convencemos de que queremos algo que en
realidad no nos realiza. Obstinada la raza humana, cabezotas hasta la estupidez
y hasta el extremo de procurarnos infelicidad. Si somos conscientes de ello, la
cosa tiene delito, pero existe aún la esperanza de remediarlo con un buen
puñetazo en la mesa. Si por el contrario no somos conocedores de lo que
realmente buscamos, entonces será una buena solución acudir a los sueños,
vigilarlos e interpretarlos, porque, créanme, son la auténtica revelación que
esconde la respuesta.
Existen mil teorías antiquísimas acerca de la
interpretación de los sueños. De hecho, Freud tuvo bastante que decir al
respecto. De todos es sabido el escaso desarrollo de la mente humana y el
estudio del inconsciente se lleva la peor parte. Si hablamos ya de la
posibilidad de que estos puedan incluso llegar a ser premonitorios, nos damos
de bruces contra una pared de incredulidades. Algunos podrán calificarme de
excesiva si no me corto al decir aquí que cuento con una o dos experiencias que
así lo atestiguan. No miento y de veras en alguna ocasión hubiera querido que
no fuese así, pero ese ya es otro tema. Admito que creo firmemente que es la
intuición la que se encarga de empujarnos a conclusiones cuando aún no tenemos
la certeza de lo que habrá de acontecer. Y se basan aquellas en la observación
de datos y hechos que no estamos preparados para admitir. Ahí radica el
componente premonitorio. No se trata de que adivinemos lo que va a suceder,
sino de que nuestra mente se encuentra en un estado de actividad tan potente
que con cuatro instantáneas somos capaces de concluir certeramente sobre tal o
cual asunto.
Efectivamente siempre me gustó analizar el significado de
lo onírico, pero desde aquella mañana de sábado le otorgo la calificación de
verdadero dogma de fe. A veces, cuando algo me inquieta, me concentro antes de
dormir en la idea de recordar lo soñado a la mañana siguiente. No siempre lo
logro, ya que únicamente aparece, como dije, cuando estamos mental y
emocionalmente preparados para ello, pero algo es seguro: funciona. A partir de
ahí, ya solo queda hacerles caso.
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