EL DEPORTE NACIONAL

By María García Baranda - noviembre 25, 2014

           Y no va de fútbol este artículo, ¡lo juro! Ya lo siento, pero el tema no es santo de mi devoción. Estas letras se las dedico hoy a otro deporte, afición, hábito, tendencia, vicio, del que siempre se ha dicho ser más español que nada: dejarse envolver por la cegadora maraña de la envidia. Ignoro por completo si el carácter español es más proclive a ello que otros; para averiguarlo tendría que adentrarme en la antropología más añeja, pero lo que sí sé es que es tan viejo como el hombre. El mito de Caín y Abel, Némesis y Ptono, Ovidio y sus Metamorfosis, Jacinta, Abel Sánchez…, nos sobran los ejemplos y las motivaciones.
            ¿Por qué tú sí y yo no? Injusta diferencia que marca tu éxito y mi supuesto fracaso. El envidioso mira y observa, anhela y se revuelve en su propia existencia, pero no admira los logros ajenos. La admiración, sentimiento blanco, reconoce y ensalza las virtudes, mas si se tiñe con elucubraciones respecto a los porqués de dichos frutos genera una mancha espesa hasta transformarla en algo sórdido. Podría evitarse eso sí, pero inevitablemente es preciso no sentirse amenazado y reforzar la propia valoración personal. Y he ahí la clave: la estimación de uno mismo, la seguridad en nuestros valores, el autoconocimiento y la autorrealización han de contar con una raigambre tan férrea que ni el mayor de los vendavales sea capaz de derribarlo. No se envidia porque el de al lado sea más guapo, más listo, más rico o más simpático. Se envidia porque uno jamás se verá a sí mismo lo suficientemente bello o inteligente, ni lo bastante adinerado o reconocido socialmente. Y lo más curioso es que quien cae en brazos de esta amarillenta y flaca mezquindad siente una obsesión enfermiza por obtener lo que ve tras el cristal, pero contradictoriamente no está dispuesto a realizar el esfuerzo ni a pagar el precio que cuesta conseguirlo por y para sí mismo. Padece una cierta vagancia emocional o -como decía Unamuno-, “hambre espiritual”, pero no alarga su mano para alimentarse ni con las más míseras migajas de la exigida introspección que lleva a la mejor versión de uno mismo.
     Y tampoco me trago el cuento de eso que hace llamarse envidia sana. Sustantivo y adjetivo contrapuestos, que sirven de excusa para esconder desazones y rencores bajo una justificadora capa de olor y aspecto rancios.  Admito, no nos confundamos, haber observado logros ajenos con ojos golositos y haberme dicho un “¡yo también quiero!” Pero que me sellen los labios, que me corten las manos, si alguna vez rozo la tentación de decir o hacer algo nutrido por la envidia y que suponga una patada para quien atraviesa un momento de fortuna en la forma que sea. Sería además el inicio de un camino hacia la autocompasión, la inoperancia y el conformismo: ¡muerte en vida! Hasta el momento digo en voz alta y con orgullo que jamás me ha corroído un sentimiento tal y naturalmente conozco la causa: me siento absoluta y felizmente satisfecha conmigo misma, con esas maneras mías de amar y derretirme, de enfadarme y desenfadarme, y especialmente con todos y cada uno de mis pasos. Porque son cien por cien míos, porque racionales o emocionales pasan por el filtro de mi cerebro y de mis vísceras, y sobre todo porque integran el armonioso y equilibrado cuadro de mis aciertos y mis errores. Sí, por supuesto yerro, tropiezo, meto la pata y lastimo. ¡Menos mal! Pero reconozco, enmiendo, me levanto, me disculpo y compenso. O al menos intento que esto sea así con todo el polvorín de energía vital que llevo dentro, y… ¡créanme, es mucho! Respecto a todo lo demás, hace ya mucho tiempo que decidí sobrevolarlo sin inmutarme y de veras que me genera una paz tan inmensa que no estoy dispuesta a perderla.

(“¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!”, Miguel de Cervantes.)
       


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