LONDRES ERA UNA NOVIA

By María García Baranda - febrero 04, 2018




    Acabo de pasar unos días en Londres... Londres siempre es una buena opción, premio asegurado. Aunque siendo honesta es para mí una ciudad que me entusiasma y que rechazo a partes iguales y en planos bien distintos. De dónde yo vengo, traigo conmigo la porción más dulce. Días idílicos, ociosos y variados, amorosos, emocionantes y cálidos,… días que nutren la mente y el espíritu. Mucho que ver, que probar y que oler. Me he traído, en efecto, ese pedazo azucarado, ácido al tiempo, picante cuando toca, que me atrapa. Porque pone al alcance de mi mano todo lo que puede apetecerme. Incluso lo que no imagino. Londres me sorprende cada vez y a cada paso. Siempre me regala un nuevo lugar que visitar, un nuevo museo que ver (o que volver a ver), un cuadro que pasó desapercibido, un rincón curioso, una calle que ya no es ni por asomo como recordaba, un barrio transformado, una librería llena de curiosidades y una tienda de regusto a antiguo. Londres es siglo XIX y vanguardia. Tradición y modernidad. Es una ciudad avispada y lista. Muy lista. Sabe que ha de adaptarse a los tiempos y lo hace. Lo hace muy bien, aunque a veces no sepa ni cómo lo ha conseguido. Se adapta e innova. Pero se guarda un as en la manga que la mantiene atada a su historia. Es elegante con la cultura, jamás le niega su espacio. Tiene un gusto exquisito con aquello que merece la pena conocer, aprender y valorar. Y aunque en ocasiones se pierda entre el caos o se deje llevar por unos potentes vientos de grandeza y patriotismo, siempre guiará al visitante por los pasillos de la historia y del arte. Así que sí, como no podía ser menos, el mordisco esta vez me ha resultado una delicia y me ha hecho recordar ese sabor que hace diecisiete años me hizo hacer las maletas e instalarme allí, para establecer conmigo una relación amorosa de por vida. 
    Pero yo sé bien que Londres no es solo eso. Conozco también la otra cara de su moneda, la que amarga al final, la que me hizo volver a empacar todo y regresar una vez cumplido mi cometido. Es una mole, una urbe letal con atuendo británico, que muy educadamente te priva de ese dulce goloso y te mete de un empujón seco a un cajón desde el que no se puede probar bocado. Y en realidad no creo que Londres, sin olvidarme de sus peculiaridades culturales, sea diferente a Madrid, París, Barcelona o Nueva York. Es al fin y al cabo una gran ciudad, de esas que devoran hambrientas de cuerpos que alimenten al sistema. Así era cuando yo vivía allí. Y mucho antes. Así sigue siendo ahora. Y así he vuelto a percibirla en estos días cuando despegaba la vista de mi paraíso particular. En ella todo cuesta, cuesta mucho. Es exigente y competitiva. Materialista. Elitista. Deja fuera a quien no suba de un salto a su vagón. Agota en cuerpo y mente a quien en ella vive. Y tiene el resplandor de una moneda recién acuñada. El brillo justo para atraer materia prima humana sin deslumbrar. Londres madruga, madruga mucho. Y produce. Y se acuesta temprano, durmiendo a quienes la recorren cada día sobre los reposacabezas de los vagones del metro que les llevará de nuevo a sus casas. Y así un día. Y otro día. Y otro. Levantarse, trabajar y volver a casa para acostarse temprano, o con suerte tomarse un par de pintas en el pub de la esquina. Eso es Londres. La que obliga a echar cuentas y a hacer números constantemente y borra de las mentes de los currelas -la mayoría- ese sabor perfecto que crea adicción y pareciera estar diseñado tan solo para habitantes adinerados y visitantes. Londres ofrece un lujo hermosísimo, pero también el recordatorio de que está muy lejos del alcance de la mayoría. Una mayoría sin un ápice de ese glamour tan atractivo, zafia a veces aun en su cortesía. Porque Londres también tiene su lado cutre y poco instruido, que no se engañe nadie. Así que lejos de mi forma de entender la vida, de mi pensar y de mi sentir, hoy soy yo quien se sirve de ella, tomando aquello que más me fascina puntualmente.
   Acabo de volver de Londres, sí. Y Londres era una novia. Con su algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul. Lo nuevo era la maravillosa experiencia de volver a ella y disfrutarla en uno de los momentos más plenos de mi vida y con la compañía de mis sueños. Lo viejo era la antropófaga visión que yo ya conocía, y cuya permanencia he podido constatar aun de refilón. Lo prestado es ese elemento común de monstruo urbano que comparte con otras grandes ciudades. Y lo azul eran los pedazos de cielo que se han dejado ver en las mañanas de este frío enero. Londres era una novia y yo he estado en ella en una particular luna de miel. Aunque suene cursi. 


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3 comentarios

  1. ¡Qué bien lo dices, María! y digo decir porque es el verbo que más dice cuando dice de, a la antigua. Coincido contigo en la visión agridulce de Londres, y otras grandes ciudades, que nos fascinan, que forman parte de nuestras ítacas particulares, y con esa misma visión agridulce de nuestro entorno diario, nuestro pequeño, particular, requetevisto y tantas veces odiado , lugar de nuestra mancha cuyo nombre ni decimos y del que, incluso, renegamos. Y quiero creer que es ese sabor agridulce de los lugares que amamos, la atracción y el rechazo, el brillo y el misterio, lo que amamos de ellos, y, con ellos, de la vida. Y no solo...

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    1. ¡Gracias, Seve! 😊
      ¿Qué tendrán? Ese todo y ese Ítaca que tú bien -y bien bonito también- dices. Seguiremos visitándolas, con amor y con el ojo bien puesto en cada detalle. Y no solo... 😉 Besucosss 😘😘😘

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    2. Besucos, reina mora, y a seguir haciendo tiempo para ese café, que no es cosa de que se nos enfríe, jeje.

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