RELATOS ENCRIPTADOS (XXIV): Ruido

By María García Baranda - febrero 08, 2018




      Esas ganas enormes de quitarse los botines se hacían ya una molestia insoportable. Solo dos calles más -pensaba-, y al fin en casa. ¡En buena hora se le había ocurrido estrenarlos! Precisamente hoy, hoy que habría de entrar por la puerta mucho más tarde de lo habitual. Pero no lo tuvo en cuenta esa mañana. Tan solo supo que eran perfectos con la ropa que había elegido y sin muchas vueltas se los calzó. Demasiado nuevos. Demasiado altos. Demasiado duros. Demasiadas horas. No veía el momento de lanzarlos al aire. Aunque llegó a dudar qué le urgía más, si descalzarse, quitarse esa bufanda que le picaba un poco o correr al cuarto de baño para hacer pis. Llevaba aguantándose desde hacía casi una hora y claro… Por fin entró en el portal y aceleró el paso todo lo que pudo teniendo en cuenta que sentía que sus pies se habían transformado en los de una geisha que porta sus altísimos zuecos de madera. Llamó al ascensor y alivió su espera bajándose las cremalleras de los botines. Uno. Otro. ¡Uff!, algo era algo. Entró, pulsó el botón del sexto tratando de pensar en otra cosa para distraer su incomodidad y buscó las llaves en su bolso. Oyó un ruido y el corazón comenzó a latirle tremendamente rápido. Pensó que alguien se le había colado en casa, pero no retrocedió ni salió corriendo. No tuvo miedo ni contempló la posibilidad de llamar a la policía. Tan solo avanzó hacia el lugar del que parecía proceder para averiguar que efectivamente alguien se le había colado en casa: una mujer. Una mujer que retozaba en su propia cama en compañía de su marido. El estómago comenzó a arderle. La garganta se le taponó y empezó a sentir un dolor de cabeza tal y como si le hubieran anudado una cuerda a su alrededor y le apretaran la sien. Y más quemazón en la boca del estómago. Y las mandíbulas tensa y fuertemente apretadas. Se quedó mirándolos, inmóvil, durante unos segundos bajo el dintel de la puerta, segundos que le parecieron siglos y que le hicieron sentir media docena de emociones distintas y ninguna de ellas buena. De pronto ambos la vieron y no dijeron nada. Se quedaron estáticos los tres. ¿Pasaron horas? No. Tan solo transcurrieron unos segundos durante los cuales ella no encontraba las llaves en su bolso. Volvió en sí. Solo quería entrar en casa, a pesar del ruido en su interior, y quitarse al fin los botines. Y la bufanda de lana. Y hacer pis. De pronto alguien le abrió la puerta. “¡Ey, ya estás en casa! ¡Pasa, que ya tengo la cena lista!” Ella lo miró con cara de susto y de desconfianza. Entró rápidamente y se dirigió a su dormitorio sin mediar palabra. No había nadie allí. ¿Quién iba a haber? Todo vacío. Se quitó los dichosos botines. Y cenó. Esa noche durmió inquieta y soñó con amigas perdidas en la infancia.


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