“Hoy he cumplido siete años”. Ese es el
primer aporte de intención literaria que recuerdo haber escrito, más allá de
las palabras sueltas con las que llenaba mis cuadernos de preescolar o la pizarra
que ocupaba el reverso de la tapa de mi pupitre casero. La intentona fue un
diario, un precioso cuaderno de color beige recién estrenado, con el que me hice
el propósito de llevar el recuento de mis días, de mis sentires y de mis
acontecimientos cotidianos más reseñables. No pasé de la primera página, pero
es que con siete años no siempre se tiene ni la constancia ni la fuerza de
voluntad como para llevar a cabo una labor tan abnegada y catártica. Porque exprimir
cada jornada de un golpe seco y dejar caer sus gotas sobre una cuartilla de papel
es eso, una catarsis, además de un ejercicio de autoevaluación severo. Con siete
años no se puede, no. No se sabe. No se entiende. O se es seguramente mucho más
realista con la vida, aun jugando a ser escritor. Así que dudo mucho que
ninguna pamplina me invadiera la voluntad impidiéndome así, en un arranque de miedo, abrirme por dentro y escribir con tino mi día a día. Pero lo que sí recuerdo es
que en los dos días siguientes al inicio de mi gran proyecto me dije: “¿Y ahora
qué cuento?”, “es que no tengo nada interesante que contar”. Y ahí,
decepcionada con mi imaginación y mi creatividad aparté el proyecto.
Muchos, muchísimos años después, me descubrí
un buen día dejándome llevar por mi propia palabra escrita. Repetí durante
algún tiempo la fase del “¿sobre qué escribo?”, para después decirme que me
faltaba una buena dosis de esa imaginación que creí echar de menos cuando niña.
Me anclé a esa viga durante largo tiempo, acompañando el discurso con ese
mantra de que “la novela es un subgénero que me impone un gran respeto”. Y así
hoy, mañana, y pasado mañana. Y en el camino una perdiz mareada y yo
comprándole Biodramina para mimarla un poco.
Así que sin nada interesante que contar, sin
imaginación o sin la capacidad para escribir un texto narrativo de gran
calibre, fui rellenando huecos con tinta, descubriendo un género, el artículo,
que me reporta una satisfacción tal, que le dejo salir a pasear conmigo de la
mano cada vez que quiero expresar un mínimo atisbo de vida, que me ahoga un
nudo no muy bien apretado, o me brillan los ojos espontáneamente. Y cuando quise
darme cuenta y echar la vista atrás, contaba ya con miles de páginas plagadas de
contenido de lo mucho que, al parecer, necesitaba expresar. Resultó que sí
tenía gran cosa que decir, mucho que meditar y otro tanto que compartir. Y me
ocupé de tomar entre las manos cada acontecimiento, cada emoción vivida y de
sacar su jugo para mí y para el resto. Y lo hice con mis letras.
Hoy sé que hay contenido, tanto como en mí
habita, y eso es mucho. No me importa decirlo. Y que es inagotable. Y es hoy
también que le he encontrado el gusto a esta escultura lenta y cocida a poco
fuego, el deleite exquisito de encontrar esa palabra justa que se adapte al
momento, la sensación exacta, la descripción perfecta de aquello que yo veo,
del desgarro, del miedo, de la euforia, la calma. Hoy por hoy, tranquila como
estoy -y practicada- en cuestiones de fondo, me recreo sin prisa en
cada línea escrita, en cada coma puesta en su lugar preciso, en el matiz bien
dado. O eso creo. Eso hago. Recrearme y llenarme. Que pase lo que pase jamás me
dejará mi amor al arte escrito, ni mi necesidad de tomar aire delante de un
papel. Hoy que tengo más tiempo, que me veo mejor en el espejo, que le he
perdido el miedo a la mediocridad y que sé que esto es serio. Hoy que sé que sé hacerlo. Hoy me siento escritora de historias
variopintas con mucho que decir, cinceladas a golpe de tardes de verano en las
que miro afuera y me digo a mí misma que hay mucho por hacer. Y que me queda un
mundo. ¡Y tanto tiempo aún! Que hoy cumplo siete años y resulta que llevo desde
siempre escribiendo un diario de vida y sin saberlo. Solo queda seguir. Y ojalá os aporte, como mínimo, un rato de sabores intensos.
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