Tenía la ropa
llenita de arena. Se le había ido colando poco a poco y casi sin darse cuenta;
o tal vez sí, pero la había pillado distraída, tratando de remar contracorriente.
Y ahora se revolvía en sí misma. Arena entre las costuras, en el escote de su
blusa, en los bolsillos del pantalón, en los tobillos. Arena incluso por dentro
de su ropa interior. ¿Cómo habría ido a parar allí? No encontraba postura. Ni
de pie, ni sentada. Mucho menos tumbada.
Y le decían que
esa pequeña y polvorienta molestia no era del todo mala. Que era fruto de las
experiencias que arañan y pican, que irritan levemente la piel para recordar lo
vivido y no olvidar lo tropezado. Eso decían. Aunque ella no estaba demasiado
convencida de esa teoría. A ella le gustaba acariciarse la piel y notarla fresca
y suave, hidratada y tersa, sin impurezas. Desprotegida tal vez, pero sin resto de rencores ni costras. De
lo contrario, como ahora ocurría, se sentía mala. Sí, sí, algo más mala de lo
que había sido hasta entonces. Menos blanca, más alerta; y desde luego
infinitamente más quebradiza y desconfiada de las bondades del ser humano. “Eso
no es malo, de veras –decían–, aprendizaje”. “Desaprendizaje, más bien” -se decía
ella. Y aquella sensación le hacía sentirse un poco peor consigo misma. En
efecto, justo así: se sentía peor mujer que antes; por saberse de vuelta de
mucho cuando aún estaba de ida de otro tanto. Más a lo suyo, más huraña unas veces, más
irritable otras, algo más egoísta cuando se encabritaba y de gesto más altivo cuando creía necesitar defenderse a sí misma. Lo normal, al parecer. ¿Tal vez más sabia?, podría
ser, sí; pero desde luego…, con los ojos llenos de arena. Y sin discernir si ese hecho la
convertía en más o menos ciega ante la vida. Todavía.
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