Siempre he tenido una tendencia obsesiva a procurarme la mirada atenta -que no el simple vistazo-, de quienes me rodean. Creo que nos pasa a (casi) todos. Casi. Esa necesidad profunda de ser mirados con atenta calma y atinado entendimiento, y no solo ojeados o vistos por encima. Entre ver y mirar existe un sustancial abismo a través del cual es posible asomarse a otras almas, a otras vidas; eso ya lo sabemos. Pero hay que querer. Y que saber. Y ni aun así es sencillo.
Sé que es una ilusión... pretender que la gente te lea por dentro cuando apenas has empezado a articular palabra, o tras el simple gesto de levantar una ceja. Y más quimérico todavía es el tratar que esta sepa si es propio o no de ti el hacer eso o lo otro, decir aquella palabra o guardar un silencio sepulcral. Es pretender que jamás piensen mal de ti, ni dubiten lo más mínimo de tu conducta o tus intenciones. Fantasía. Es más fácil pensar mal desde el inicio que poner en contexto. Más complejo discernir qué verdades se esconden entre la voz marchita por el miedo o qué miedos caminan dificultosamente entre los pasos dignos que damos cada día. Lo sé. Aunque no me resigne a que así sea.
Y luego están los mitos. El afán por amarrarnos a la idea de alguien, a una imagen creada con el paso del tiempo y dibujada con dos o tres historias que nos contó de sí, y originaron un boceto al que siempre acudimos en nuestra mente. Un débil, un traidor, un frívolo, un egoísta… Un sensible, un altruista, un ente generoso o un dulcísimo amor de ser humano. ¡Qué más da el caso! La cuestión es que esa fotografía prefijada en la mente nos tentará también a caer en juicios y prejuicios que nos nublen aquello que escuchamos, no solo lo que oímos. Y erraremos.
Y yo…, yo tendré que seguir insistiéndome en que no por mostrarme sin ambages o darme a manos llenas generaré fe ciega. Que la duda es humana. Que flaquear es sano. Y que mi voz habrá de seguir pronunciando cada día quién soy, cómo soy y qué siento. Y que no pasa nada.
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