Nadie lo es. Ninguno. Ya no somos… los
mismos.
Ya no somos los mismos tras caernos
al suelo una o dos veces.
Después de aquellas noches en que se
oyeron tenues llantos disimulados.
De aprender que los días traen
consigo sombras entrelazadas a las horas de luz.
Después de aquella tarde en la que
de un manotazo cayeran las caretas y viéramos los rostros imperfectos, los
rostros desleales, infieles y crueles.
De aquellos desengaños.
Ya no somos los mismos tras la
muerte. Tras la muerte del mito. Tras la muerte del hombre.
Del impacto de ver que quien tenía
la consigna de proteger tu mundo se volvía de agua, de arena y de vapor. Y se
iba.
De aquella madrugada que trajera
consigo los últimos momentos de esa vida aún repleta de cosas por hacer. Mas sin
ganas.
Ya no somos los mismos después del
abandono.
De aprendernos el camino hasta casa escuchando
tan solo el eco de los propios latidos.
Y nada más.
De probar el sabor del propio
pensamiento, la propia libertad. Y de que guste.
Ya no somos los mismos después de
haber amado en el pasado, después de cada amor. Ya nos somos los mismos después
de amar de nuevo y cada día. De brillar. Después de desnudarnos. De azotarnos
el cuerpo y retorcernos. Sujetarnos brazos y mordernos. De envolvernos en sal y
de que escueza. Ser adictos a ello.
Ya no somos los mismos después de habernos
roto. Después de recompuestos. Después de descubrir(nos). Después de
ilusionarnos. Y de nacer de nuevo con más fuerza.
Ya no somos los mismos después del
pensamiento ni de la reflexión. De llegar a la cima, de tocar esos cielos.
Ya no somos los mismos de cuando
éramos niños. Después de un par de décadas. De hace un día o un mes. Ya no
somos los mismos. Yo ya no soy la misma que era ayer.
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