No siempre se aprende de las cosas. A veces simplemente
ocurren. Se degustan, se viven, se sienten y… se van. Expiran por sí mismas sin
poder retenerlas. Y sin depender de ti, de lo que hiciste, ni de cómo lo
viviste. Y en tal caso, también de modo simple, que no fácil, solo queda
respirar hondo y tragar profundo. Sin agua y de un solo golpe.
Miel y hiel perfectamente combinadas. La segunda sentida,
la primera para que el trago no resulte tan amargo, extrayendo en un botecito
cuanto de dulce hubo y para no perder la cordura en el intento.
No importa lo que hicieras, eso no importa. Es así.
Y como tal habrá que asumirlo. Y tal vez no aprendas de las cosas, no. A veces
no hay nada que aprender. Pero quizás el tiempo, en un inexplicable movimiento
de orden cósmico, te ayude a digerirlas.
Cuando pare el viento. Cuando se calme la marea. Cuando
las aguas derramadas vuelvan a su cauce.
(No
me arrepiento de lo vivido.
Sí de lo
padecido. Nunca de lo vivido,
pues puse
el alma en ello).
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