El
simple placer de disfrutar de esa presencia concreta…
Compartir
espacios, regalarse un tiempo,
escucharse atentos, observar miradas.
De
llevar un ritmo, de brindarte a alguien y de estar presente, ¡sonreír con ganas!
De
contarte historias, pensar en voz alta, de resultar crítico y escuchar sin
trabas.
De
ser uno mismo, de tomarse el pelo, quedarse en silencio, de reír por nada.
De
sentir deseo y de dejarse ir, rozarse la piel y abrazarse el alma.
De
dejar que fluya, tomar perspectiva, de ir (re)descubriendo y ofrecerse calma.
No
consiste en darle calor a la helada, pretender cambiarse, caer en la trampa.
Ni
cargar las culpas, desbordar el vaso, liberar conciencias, volverse la cara.
Ni
enredarse en ira, ni de echarse un pulso, de juzgar los actos, ni esperar la
falta.
Bucear
en reproches, clavarse la espada, dejarse la venda, quedarse en la nada.
Luchar
contra el viento, cruzar la tormenta, nadar marejadas, derribar murallas.
No
hay placer en ello, solo desconcierto. Agotador gesto, ceguera obcecada.
¿No
es sencillo entonces? Yo así lo estimaba.
Que
la vida es eso, el placer de vivirla natural y llana.
Que
nos complicamos, que la vida pasa, que se agota el tiempo, que se acaba en nada.
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