Nada es verdad ni es mentira, todo
depende del cristal con que se mira. Brota este
dicho popular de mi boca de forma casi espontánea y como adepta a este tipo de expresiones
y a refranes varios, reposo en la sapiencia que de ellos emana y le hago caso.
Viene
tal pensamiento al hilo de la siguiente cuestión. De todas las conversaciones que
tenemos al cabo del día, aquellas mantenidas con las personas más próximas de
nuestro entorno se llevan una parte esencial de nosotros mismos. En mi caso
suelen ser varias al día. Esencial el aporte en cuanto a la profundidad del
enfoque que le damos, a la carga de opinión subjetiva que vertemos en ellas y
al componente de experiencia individual en la que basamos tales
consideraciones. Ahí es cuando aparece nuestra contribución casi siempre en
forma de consejo, no siempre solicitado por la otra parte, pero muchas veces
ofrecido. No me cabe duda que en la mayor parte de los casos –no en todos- este
se sustenta en un acto de buena voluntad, en un intento de ayudar a las
personas que apreciamos y queremos. Pero hay en él un peligro a tener en cuenta
y es que, desde fuera del asunto o problema, todo parece observarse con la
mayor de las clarividencias. No hay sentimientos en juego, o no desde el mismo
centro del mismo, por lo que el raciocinio funciona a pleno rendimiento. No hay
emociones que nublen el entendimiento. No hay debilidades que nos lleven a agarrarnos
a cualquier clavo que asome, por más ardiente que este sea. No hay miedos que nos hagan huir del camino
correcto. Ni hay necesidades de bálsamos o pseudocalmantes inservibles. Además,
indisoluble a cada uno de esos consejos dados desde fuera, aparecen dos
cuestiones más, y sigo con los dichos populares: la ley del embudo y el cuento
la feria como me fue en ella. La primera de ellas, esa ley no escrita,
suele llevarnos a asesorar e incluso a juzgar desde un altísimo escalón de
dignidad y no permisión de determinados actos ajenos. Declaramos que ciertas
cuestiones no han de consentirse de ninguna de las maneras y que determinados
hechos no han llevarse a cabo jamás de los jamases. Pero si nos mirásemos un
poquito al ombligo, descubriríamos que en nuestra película de vida seguramente
nos comportamos de igual manera que esa persona a la que pretendemos guiar. Para
nosotros todo valía, todo era justificable, pero para el otro,… ¡ay, para el
otro! Para el otro ha de juzgarse con férrea consistencia. Ley del embudo,
pues. La segunda cuestión nos lleva a recomendar teniendo en cuenta cómo nos
fueron a nosotros las cosas en momentos similares. Claro está que hay matices
que se repiten, comportamientos de sentido común y soluciones de libro, pero
nuestra perspectiva de ello nuestra es. Y no tiene por qué coincidir con total
exactitud con la del otro. Obviamente, contamos la feria como nos fue en ella.
Cuarto
refrán: Nadie escarmienta en cabeza ajena.
Verdad verdadera. Ajustado, cabal y funcional podrá ser nuestro análisis.
Consejo de oro, tal vez. Pero… equivocarse y vivirlo es una experiencia
absolutamente individual e inevitable. Cada uno ha de tropezar con sus propias
piedras y por más advertencias que reciba, por más que sean certeras e incluso
las escuche y analice, solo dará sus pasos cuando algo en su interior diga: “ya,
ahora”. Yo misma, en mi aparente inagotable tesón, en mis siempre larguísimos periodos
para procesar mis vivencias suelo llegar a un punto, un tanto repentino de
hecho, en el que suelo formularme una pregunta en voz alta: ¿qué estás
haciendo? Y a partir de ahí, como si mis decisiones volasen solas, salto al
otro lado y alcanzo un punto de no retorno. Punto de inflexión. No sé si actúa
el cansancio en tales casos. Ni siquiera sé si es que finalmente me caigo del
burro, entro en razón, o se trata simplemente de una cuestión de evolución.
Pero lo cierto es que en ese instante es en mi cabeza y no en ninguna de las
otras de las que partió alguna vez una frase en forma de consejo, en la que
algo hace clic y me lleva a dar un paso en una dirección determinada. Será el
fruto de un proceso, será que hasta entonces no era mi momento, no estaba
lista,…o qué sé yo. Pero lo cierto es que me llega de tal manera. De la noche a
la mañana y casi por generación espontánea. Punto en el que me alejo de aquello
que no procede, y me acerco a lo que me aporta serenidad y me hace sentir fiel
a mí misma. Lo que me devuelve a mi estado inicial antes de comenzar a dejar de
ser yo y de arrinconarme en una esquina, vamos. Ese y no otro es el momento de
actuación.
Por
mi parte y en mi descargo diré que cuando soy yo la que se encuentra en esa
zona de supuesta claridad mental, tengo por principio no juzgar. Si alguna vez
coqueteé con tal sustancia –cosa que no recuerdo- debí de desengancharme de
ella enseguida. Cada uno tiene sus propios resortes que lo impulsan a salir de dondequiera
que haya de salir y estos solo funcionan en su cabeza. En la mía claramente son
aquellos que me identifican un estado en el que sé de antemano que no he de
permanecer porque como mínimo me inquieta. Creo que la cosa va por ahí. O no.
Cada uno sabrá.
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