Se durmió profundamente sobre el libro, venciéndole el peso de su propia cabeza, de tal forma que ya no sabía cuáles de sus ideas eran reales y cuáles pertenecían a la historia en la que se había estado sumergiendo estas últimas noches. Lo que sí era capaz de percibir era una fuerza extraña, potente, aunque no dolorosa, que le provocaba la sensación de querer meterlo de un tirón seco en el interior de aquel tomo de casi mil páginas que sujetaba entre las manos. Era la tercera vez que sentía algo así, la tercera noche ya en la que un remolino de páginas y de letras proyectaba sobre él la atracción propia de un imán sobre un bloque de hierro. No era metafórico. No se trataba de ser atrapado por letras apasionantes, ni de evadirse durante horas con un argumento atractivo. El libro pretendía devorarlo literalmente. Morderlo, masticarlo y luego comérselo. Y él oponía resistencia, luchaba con todo su empeño para evitarlo. La primera noche se sujetó fuerte al larguero izquierdo de su cama. Estiró su brazo derecho, se agarró firmemente al metal e hizo fuerza. Despertó a la mañana siguiente al notar la luz que entraba por la ventana y le daba directamente en los ojos. Despertó como si nada hubiera ocurrido. La segunda noche se incorporó de la cama una vez sentido el primer sobresalto. Se sentó colocando su espalda contra el cabecero de la cama, puso la palma de su mano sobre el libro cerrado, lo oprimió y esperó unos segundos que se hicieron muy, muy largos. Lo despertó el sonido de la alarma, exactamente a las siete y cinco minutos de la mañana. Nada había ocurrido. La tercera noche fue distinta. La tercera noche era hoy. Y tiraba, tiraba de él, tiraba con saña. El libro, con sus casi mil páginas, lo reclamaba. Se dejó ir. Esta noche sus brazos estaban fláccidos, su músculos excesivamente relajados, y su cabeza,… su cabeza atravesaba un estado propio de alguien narcotizado. Se dejó ir. Absoluta y placenteramente. Mitad inconsciente, mitad rendido. Y esta vez fue engullido. No se despertó sobresaltado. Tampoco por el efecto del sol, ni por sonido de ninguna alarma. Se despertó porque sentía verdaderas ganas de entrar en acción. Unas ganas que se desperezaban bastante antes que su cerebro o que sus ojos. Y se puso a ello, porque donde le habían contado que había un método de curiosa terapia, donde supuso en inicio que había evasión, él había hallado una parte de sí. Una forma de conocerse, de entender el mundo, de agudizar la mente. Las mil páginas se convertían en mil doscientas. Después en mil quinientas. Más tarde en dos mil. Y aún así él seguía prefiriendo escribir a mano.
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