ASESINADA (En blanco y negro)

By María García Baranda - mayo 18, 2019






Prepárense con aplomo y con calma para lo que van a leer. Lo que aquí ofrezco no es una historia de ficción. No es parte de una novela comercial, ni  un relato al uso con el objeto de captar la atención de algún lector desmotivado, aunque ávido de encontrar un par de líneas con las que amenizar su trayecto a casa en autobús. Tampoco es una carta. No hay remitente en ella; o al menos no ya. Y desde luego no es una biografía, pues no es precisamente vida lo que exudan estas líneas, sino justa y precisamente lo opuesto.


Primera parte

Iré al grano. Comenzaré por confesar que fui asesinada. Cruda, cruel y certeramente asesinada. Y les desvelo más. Fui la víctima de un asesinato múltiple. Pero no, no me interpreten mal. No me refiero con ello a que, además de a mí, se privara paralelamente de vida a otros seres, sino a que de manera repetida, con las más variadas fórmulas e instrumentos, imperceptibles unos y vehementes otros, múltiplemente se me fue arrebatando la existencia hasta agotarla por completo.
A decir verdad, hubo ocasiones en las que apenas percibí esos ataques, pues, por lo que después averigüé, en esas situaciones concretas se me habían administrado las más discretas drogas con el fin de aletargar mis sentidos. Eso, como es natural, provocaba que mi percepción se desvaneciera súbitamente. Al despertar de aquel estado, tan solo era consciente de haber estado adormecida durante un número indeterminado de días, semanas, meses, o años… Notaba un espeso aturdimiento y la continua necesidad de prolongar el sueño. Mi cuerpo solo pedía seguir durmiendo. Sin fuerzas, sin ganas, sin hambre, pero sí con una enorme sed. Pasado el tiempo, olvidaba lo ocurrido. O tal vez una parte de mi mente decidía no prestar más atención a aquellos acontecimientos. Simplemente seguía adelante, pero con mi organismo y mi espíritu debilitados, acaso enfermos.  
Otras veces puedo asegurar que fui plenamente consciente de ser la destinataria de un atentado dirigido a acabar con mi vida. Siempre que pude y lo vi venir me defendí con uñas y dientes. Grité, denuncié, busqué ayuda y me enfrenté con valentía a quien se disponía a asestarme el golpe mortal. En alguno de los lances tuve éxito…, pero por desgracia eso no sucedió siempre. Pues aquel que se dirige a un blanco estudiado, escrutando al microscopio cada milímetro de su víctima, aquel que trabaja a largo plazo y sin prisa, enfocado en lograr su objetivo, ese no yerra el golpe.
Así que, en efecto, fui asesinada en múltiples ocasiones. O quizás fue poco a poco, porque observándome ante el espejo, pude apreciar con nitidez las huellas de la ponzoña que habría de intoxicarme lenta y paulatinamente. Envenenada, sí. Pero no solamente, porque ya les conté que, simultáneamente, sobre mi cuerpo y mente se ejerció violencia. Y después de un tiempo, finalmente una mañana descubrí que, cuidadosamente esparcidas por mi piel, se hallaban las señales de la hoja afilada de lo que podría ser un certero bisturí. Como resultado, mi cuerpo se había desangrado hasta convertirme en un rostro de una palidez lunática. Vaciado. Sin brillo, sin luz, sin la azulada sombra de una sola vena ni una leve área sonrojada por el flujo sanguíneo. Nada. Desangrada hasta morir y tras de mí un reguero espeso e interminable de la que en otro momento era la sangre que me había mantenido en pie. Y sin embargo, incomprensiblemente, mis sentidos, mi cerebro, se encontraban en plenas facultades. Tantas como para saber lo que me había ido sucediendo y que, sin un solo ápice de duda, era el producto de un acto premeditado y criminal. Ese fue el día en el que supe con certeza que había sido asesinada. Y ese fue el día en el que me decidí a no cejar en el empeño de averiguar hasta la última pista que me llevara encajar todas y cada una de las piezas de aquel rompecabezas…


Segunda parte

No quisiera edulcorar mis actos y que ustedes pensaran que me puse de inmediato manos a la obra. No fui tan valiente, ni fui capaz de reaccionar tan pronto. Y en absoluto tuve la sangre fría –recuerden que de hecho, ya no me quedaba sangre–, para elaborar un plan urgente que ajusticiara a los culpables y me hiciera entender mi precipitado final. No recuerdo ningún otro sentimiento más agrio que el tener la consciencia de mi propia muerte; y menos aún que el de averiguar que no se había debido a un proceso natural, sino a la mano de otro u otros seres tan miserables como para arrancarme de este espacio en que habitamos. Hube de esperar unos cuantos meses hasta ser capaz de asumir mi muerte y de centrar mi cabeza en elaborar un modus operandi efectivo. Y comencé por esbozar la silueta de mis heridas, tratando de recordar cuándo y cómo se inició mi malestar, y con ello a repasar quiénes se encontraban a mi alrededor por aquel entonces.
El origen de todo aquello pude situarlo en una primera impresión de letargo, de haber sido pausada por una mano desconocida y omnipotente, congelada en el espacio tiempo. A a consecuencia de ello una parte de la mujer que era en aquel entonces se volatilizó. Mientras dormía sin hora, dejé una parte de mí entre las sábanas. Dejé de escribir, de crear y de creer. Dejé de besar, de sentirme ingeniosa o de verme guapa. Dejé de experimentar ilusión y dejé de proyectar nuevas y frescas metas, salvo aquellas que se encerraban entre las cuatro paredes de la rutina que tenía asimilada, y en la que me sentía como pez en el agua. Dejé de sonreír y perdí casi por completo mi sentido del humor. Ya se lo dije… sin fuerzas, sin ganas, sin hambre. Sin fuerzas para protestar. Sin ganas de salir de donde estaba. Sin hambre de nuevas andaduras. Pero sí con una enorme sed. Sed de volver a sentir otra vez que todo un mundo de cosas por hacer me esperaba al otro lado de la puerta. Una sed tan áspera que me ajaba labios y boca. Y que sin embargo, no era capaz de aplacar. Me habían envenenado de rutina con una sustancia tan nociva e invasiva como para olvidarme de todo y de mí misma. Un año, un lustro, una década… y más.
No fue lo único, porque tras ello llegó toda suerte de embestidas. En aquel estado, pueden imaginar que apenas pude reaccionar a acometida alguna. Mis mermados reflejos me impidieron prever algunas de ellas; mis sentidos adormecidos me provocaron unas respuestas tan insuficientes como inútiles. Es cierto que, una vez recibidas, traté de rebelarme o protestar ante cada agresión, naturalmente, pero de igual modo me alcanzaron de lleno. Y así, hubo un golpe seco y único de los que parecen quebrarte la espalda en dos mitades. El escozor de un latigazo que dejó para siempre sus colas marcadas en mi piel. Oídos que retumbaron y dolieron durante días tras una sonora bofetada. Y más... Todos ellos presentes en las formas más variadas e impredecibles: El logro no alcanzado y tildado de capricho para que, agotadas las ilusiones, sucumbiera en mi batalla. La desgana incrustada en el aire, convirtiendo cada día en una jornada interminable de tristeza. La confesión en frío de lo no imaginado; demasiadas veces, saliendo de distintas bocas y en momentos vitales absolutamente diferentes. Y esas prácticas turbias, pronunciadas tal vez para limpiar conciencias. Ajenas; no la mía. La pérdida de fe una y cien veces; en distintas ciudades,  en distintos países; con distintos rostros; en distintas vidas. Una y otra vez, hasta consumirme. Así ocurrió, golpes que uno a uno me mataron. Algún día de abril, un mes de marzo, de noviembre o de junio… Que poco importa ya. Lo cierto es una noche aparecí en el suelo desangrada, como les conté antes. Alguien dio con mi cuerpo. O a lo mejor fui yo…


Tercera parte

Así como describo fui asesinada. Sin más. Sin menos. Ya ha pasado tiempo desde entonces; tiempo que, como les decía, empleé en recobrarme del horror y en concentrarme en mis pesquisas para tratar de dar algún sentido a semejante aberración. He de rebelarles que alcancé mi objetivo. Hallé a los culpables, uno por uno. Les puse cara, cuerpo y voz. Los miré a los ojos y los desenmascaré.
Seguramente se preguntarán cuál es el aspecto de un asesino, si son estos, seres con rostro de psicópata, mirada opaca y perdida…; o si por el contrario son gentes de las que pasan desapercibidas, encogidos y huidizos, y rictus de resentimiento con la vida. Pues para su sorpresa, me siento en disposición de afirmar que no ha de corresponder a ninguna de las dos descripciones anteriores. Eso puedo asegurárselo ahora que lo he vivido en primerísima persona. Por lo que a mi crimen se refiere, su apariencia no fue en absoluto identificable ni fácil de relacionar en un contexto delictivo. Se trató de homicidas cotidianos. Y…, les advierto…, prepárense de nuevo para lo que les desvelo a continuación: ni siquiera se trató de seres humanos. No lo fueron. Ninguno de ellos. Mis asesinos adquirieron figuras vitales, pero no humanas. Desconciertos, decepciones, disgustos o tragedias a veces, contrariedades otras. Planes no terminados, proyectos no natos, rupturas, muertes… La propia vida con cada una de sus escenas y capítulos.
No quisiera desconcertarles, permítanme continuar y aclarar de una vez por todas lo acontecido. No me mató la vida, mi vida fue rica y satisfactoria. Una vida plena de matices y belleza. Tampoco sesgó mi existencia ninguno de los seres que me acompañaron a lo largo de los años. Ellos son damnificados de sus propios golpes, víctimas de sus propios  asesinatos y, al igual que yo, en la búsqueda de sus culpables. Lo que a mí me mató fue mi propia actitud en gran parte de esas ocasiones vitales. Mi capacidad de reacción, mi gestión de lo vivido, mi tolerancia o intolerancia, mi aceptación o mis decisiones. Así que, con el propósito de hacer justicia, una justicia límpida e impoluta, he de reconsiderar el término aplicado a mi propia muerte. No sería preciso tildarla pues de asesinato, sino que la nomenclatura exacta más bien sería la de suicidio. Un suicidio asistido. Pero suicidio al fin y al cabo.


Epílogo

No creo hoy que haya nada de malo en suicidarse unas cuantas veces en la vida. Creo firmemente además que se trata de un acto del todo necesario, imprescindible. Caer, deshacerse en virutas, rearmarse y… volver. Una señal de progreso y crecimiento, de aprendizaje y… de humanidad. Contradictoriamente, paradójicamente, se trata de vivir. Y por lo que a mí respecta, asesinada o no, yo sigo viva. Intensamente viva. Una y mil veces.




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