No sé si es el
lenguaje el que empleamos de forma errónea, o si tendemos a aplicarnos los
conceptos y los términos a nuestro antojo y conveniencia. Lo cierto es que en
numerosas ocasiones me hallo frente a una palabra cuyo significado se me antoja
absolutamente opuesto a su uso cotidiano, y esto me lleva directamente a pensar
que adolecemos de obstinación y de ceguera voluntaria, hasta un punto de
soberbia tal, como para encabritarnos frente a nuestro léxico y empeñarnos
cambiar su curso. ¿No me creen? Veamos.
El término oportunidad
procede del latín ‘opportunitas’, “cualidad
de estar frente a un puerto”, “encontrarse frente a una salida o vía que nos
saque de una situación determinada y nos permita caminar hacia adelante”. Su
significado es, por tanto, cosa clara. Conlleva avanzar, subir el siguiente
peldaño dejando atrás lo merecedor de ser abandonado y sabiendo terminada una
etapa. Conlleva movimiento y no estatismo; acción, no inmovilismo. Y sin
embargo… ¿cuántas veces nos vemos dando otra oportunidad a tal o cual cosa, empresa,
persona, relación, proyecto? ¿No significa pues quedarnos y permanecer
enrocados en aquello que deberíamos soltar, cerrar, clausurar o patear? ¡Necios!
Justo a la inversa. Y qué contradictorio. Recorremos el camino en sentido
contrario y nos cuesta entender que dar una oportunidad a algo no es otra cosa
que dárnosla a nosotros mismos; que significa exactamente saber ver lo que no
ha de ser y reconocer lo que la vida habrá de traernos hasta nuestra orilla,
bajando hasta la playa.
Yo así lo creo, así
me consta. Y recuerdo en mi mente y en
mi piel la muestra clara de este ejemplo. Un par de momentos vitales en los que
atiné a mimarme el alma tanto, tantísimo, que tuve la clarividencia de entender
lo que este término contenía en esencia. Y me correspondió, pues la oportunidad me condujo hasta la misma
puerta de la felicidad, para entrar sin llamar y enraizarme en ella sine die.
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