Toda
la semana esperando abrazarme a la almohada con fuerza y la primera luz de la
mañana se ha colado entre mis sábanas para arrancármelas de un tirón. No sentí
frío, al contrario, y abrí los ojos con un gesto seco. Incluso antes de ser
capaz de procesar un solo pensamiento, esbocé una sonrisa pícara y visceral,
despertando así del mismo modo en el que me venció el sueño.
Mientras
escribo estas letras sonrío de nuevo acompañada tan solo de un café con leche
endulzado con las imágenes cotidianas de los últimos días y consciente de que
cuento con una facilidad pasmosa para perderme entre las dunas de arena movida
por vientos nuevos. Y me dejo ir…
Mi
casa, en absoluto silencio, se convierte en santuario de mis secretos y
encuentro que no hay placer mayor que entregarse con todos los sentidos a
revivir los gestos más sencillos. Con la vista, y recordar miradas que dicen
más en un instante que miles de palabras pronunciadas en largos parlamentos.
Con el olfato, rememorando los aromas de la gente que te provoca un mundo con
tan solo acercarse. Con el oído, descifrando las frases que cuentan de una vida
la esencia de sus más íntimos deseos. Con el tacto, sintiendo las veladas
caricias que te erizan la piel despertándola de vacíos pasados. Con el gusto,
saboreando palabras, guiños, confidencias, e imaginando más… Hay un sexto
sentido y dicen que las mujeres lo desarrollamos en mayor medida, tal vez, pues
se asienta este en la experiencia de las emociones vividas y en las recién
nacidas: es la intuición. Constantemente me paro a medir lo certero o erróneo
de mis conclusiones intuitivas y oscilo dudosa en mis conclusiones. No sabría
decir si es bueno el tino de mis instintos, pero quizá si me concentro en los
objetos de mis deseos, no yerre el blanco.
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