El miedo, sensación adherida a la piel con el poder
supremo de paralizarnos ante situaciones en las que, sin duda, tenemos
inteligencia y experiencia suficientes para vencer. Y, sin embargo, omnipotente
él, nos atenaza hasta diezmar nuestra capacidad de reacción. Preguntemos a
cualquiera y comprobemos la repetida lista: a la propia muerte, naturalmente; a
la soledad, matizando que esta es no buscada; a la enfermedad y su consiguiente
dolor; a la pérdida de un ser querido –mi talón de Aquiles, sin duda alguna-;
al futuro y lo desconocido que este entraña; al fracaso y el no cumplimiento de
los sueños; a la crítica y al absurdo qué dirán; a -para mi asombro-
¿enamorarse?
Por supuesto, como la inmensa mayoría y para mi
desgracia, padezco algunos de ellos. Otros, como se puede ver, me sorprenden
hasta el pasmo. ¿Se puede tener miedo a enamorarse? Obviamente son muchos los
que lo padecen y aunque solo sea por esa razón, mi respeto. Pero si me dejo
llevar por la intransigencia, puedo tal vez llegar a entender el miedo al
sufrimiento, pero jamás a no ser correspondido. El que no se arriesga no gana y
los que me conocen saben que para mí no hay nada más valioso y bello que
transmitir tus sentimientos a alguien, por más que estos no se miren en su
espejo. Es valiente y denota generosidad y madurez emocional. ¡Ole por los
osados! Esto no significa que vaya por la vida con el cuchillo en la boca y que
no tiemble como una hoja cuando alguien me hace sentir; significa que ahí trato
de que mi cerebro no se ponga a cero hasta el punto de estropear un bonito
sentimiento, ni que no me eche una monumental bronca a mí misma cuando me
descubro víctima de tal aprensión. Y de su mano, añadiría a la lista un temor
más mundano y absolutamente personal: quedarme quieta, paralizada ante las
evidencias y convertirme en una absoluta inoperante ante los giros que sé que
he de dar a mi vida. Por ahí no paso, porque es entonces cuando me esfuerzo en
recordar un pensamiento convertido en mi mascarón de proa: nada que perder.
Tras rascar en estos asuntos, lo más curioso es saber que
es nuestro propio cerebro el que aprende a tener miedo. Al parecer es nuestra
memoria la encargada de conectar recuerdos potencialmente amenazadores con su
correspondiente reacción defensiva. Nada que Pávlov y sus experimentos reflejo
no nos mostrasen ya. Pero lo novedoso del asunto se encuentra en su posible
antídoto. ¿Somos real y definitivamente capaces de vencer nuestros miedos? Y,
lo que es más, ¿podríamos llegar a controlarlos hasta que no quede ni una sola
gota en nuestro cuerpo? La ciencia nos dice que sí, que es la búsqueda y
alcance del punto medio de los conectores de nuestra memoria la que nos
situaría en el equilibrio emocional. En pocas palabras: no porque algo nos haya
hecho daño, esto tenga necesariamente que repetirse como un continuo. No nos
subestimemos, también hay aprendizaje en nuestro desarrollo emocional, y pasa
este por desaprender las conductas y situaciones que nos causan pavor.
Y aquí es donde aparece mi lado menos racional y más
emocional. Ya tardaba, ¿no? Francamente me genera dudas si es posible lograrlo
sin deshumanizarse y enfriarse hasta el punto de bloquear sentidos y
sentimientos. Y me hago a mí misma la pregunta de oro: ¿querrías no sentir
miedo de modo absoluto ante nada o ante nadie? Por un lado, creo que se da de
bruces con mi carácter, por lo que lo encuentro ¡imposible! Por otro lado, si
me dieran a elegir, no creo que renunciase a sentirme vulnerable ante la vida,
ya que no me gusta la idea de convertirme en una máquina de perfecto
funcionamiento. Me basta la idea de querer ser valiente, de querer enfrentarme
a las cosas con carácter y buen humor, de saber que no voy a perder la sonrisa
ni las ganas de vencer los inevitables miedos, de recordar que la vida son
ciclos y que tras el dolor o un fracaso llega el éxito y la felicidad. Me basta
con seguir teniendo tatuada a fuego la expresión: nada que perder.
0 comentarios