No sé si fue Ícaro el primero en intentarlo, inmerso en
la soberbia de alcanzar un estado no destinado al hombre. Y por más que la
derretida cera de sus alas moldeen la imposibilidad de tocar cuanto no está a
nuestro alcance, el ser humano, único en estupidez y prepotencia, no asume sus
límites. Comprendamos, eso sí, que, si bien desprender nuestros torpes pies de
la superficie no es posible, es nuestro inagotable imaginario quien nos lleva a
sobrevolar los más sorprendentes estados. Cada miga de pan recogida en el
sendero y engullida, a veces, sin la ayuda de unas míseras gotas de agua que
las hagan resbalar por nuestra garganta, nos eleva un pie de altura sobre el
anterior. Y avanzamos.
Sobrevuelo, sí, estados antes inimaginables. Se deslizan
por mi epidermis cotidianidades que hace un tiempo calaban hasta escocer. Y
estoy contenta de saberme por encima de banalidades que ya no son para mí. No
es soberbia ni engañoso dominio, simplemente no pierdo el tiempo deteniéndome
en lecciones ya aprendidas. Habrá quienes recorran el mismo trayecto y me
alegraré. Pero sé también que otros quizá nunca saquen la gastada brújula de su
bolsillo por miedo a no hallar el rumbo; o lo que es peor, por pánico a
encontrarlo.
Por mi parte no hay miedo a rozar los goznes de una puerta
entreabierta y asomarme a mirar lo que hay al otro lado, máxime cuando entre
las rendijas se escapa un halo refulgente anunciando un nuevo paisaje que
pronuncia mi nombre. Empujo con el pie y dejo que esa luz me bañe lentamente
hasta colarme por completo en ese cuadro. Genera este una fuerza atrayente que
me impide volver atrás y me recuerdo a mí misma que delicias así no se
encuentran todos los días y que cuando algo se te agarra por dentro, aun sin
saber qué es o qué será, hay que abrirle los brazos y sumergirse en sus
profundidades cuanto antes.
(Cerremos
nuestros ojos y dejémonos ir...).
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