Observaba aquellos labios repletos de ideas que moldeaban
arriba y abajo una fuente inagotable de conclusiones, aseveradas todas en ese
tipo de seguridad tan solo extraíble de las dificultades que los años conceden.
Tal movimiento se acompañaba de giros de cabeza firmemente asentados,
rebatiendo el oculto pensamiento de quien permanecía sin abrir la boca.
Mientras escuchaba atentamente aquellas palabras no podía dejar de pensar en su
imperiosa necesidad de huir del tópico. Insensato consuelo, similar a la fe con
la que el hombre se aferra a una imagen intangible, a un ser supremo, a fin de
mantenerse cuerdo en la irracionalidad de no alcanzar el entendimiento
anhelado. Le obsesionaba no caer en los convencionalismos que enganchamos como
un asidero frío y metálico cuando no ya nos queda nada para comprender; o más
bien, cuando no hay nada que haya de ser comprendido en un asunto cuya magnitud
no se mide con la cabeza, sino con el alma. Necesitaba nutrirse del tiempo
pasado y sacar de todo ello un aprendizaje que pudiese emplear en los días
venideros. No para colocar ninguna vivencia en un lugar bien dispuesto para
ello, ya era tarde, sino para comprender lo estaba por llegar.
En medio de aquella charla se sentía desgajada de la
realidad común. Todo cuanto escuchaba le quedaba a años luz del punto exacto en
el que ahora se encontraba. Tal vez hubiera podido encajarle meses atrás, años
atrás, pero ya no. En ese preciso momento tenía la certeza de que no hay en los
seres humanos patrones de comportamiento esperables y reconocibles. Sabía que
todos y cada uno somos tan etéreos, tan volubles, que podríamos ser dirigidos
al extremo del precipicio de un solo soplido. Capaces de dar la patada a lo que
fue nuestro centro en tan solo unas horas, así que ¿cómo esperar entonces que los
desconocidos, las conversaciones de un solo café, los efímeros instantes de
breves impresiones no sean susceptibles de evaporarse? Seamos adultos, casi
todo en esta vida tiene fecha de caducidad, y cada palabra pronunciada y acto
consumado fueron reales mientras duraron, vigentes en su momento presente. Lo
demás no cuenta. Y no por ello lo sentido y lo vivido habría sido menos
auténtico, no por ello lo que se dijo habría de carecer de validez. Lo que un
día sirvió sin competencia mañana puede haber dejado de alimentarnos, para el
desconcierto de quienes nos rodean. Somos fruto de las circunstancias, sí, pero
no tanto de las externas como de las que se alojan en nuestro interior.
Volvió a la realidad y puso sobre la mesa su visión del
asunto. Acuerdos y desacuerdos, frases desafinadas sostenidas combativamente
sobre la legitimidad de que las dota el día que habrá de extinguirse con la
media noche. Mañana, ya veríamos. Pensaba que había recorrido un espeso
trayecto hasta conseguir tocar con su mente la fuente de la relativización y
pretendía no renunciar a ello bajo ningún concepto. Sin que nadie formulara
acusación alguna se imaginó apuntada con el dedo de fuego de la extrema
tolerancia. Por si acaso construyó en silencio una autodefensa en la que la compresión
de la volubilidad del ser humano no era síntoma de rendición. Era señal de
haber entendido al fin que no hay contratos vitalicios que nos condenen a
mantenernos encadenados a lo que un día elegimos voluntariamente. Y si
esa tesis servía para ella misma, habría de ser aceptada para el resto, aunque
lo le gustase lo más mínimo.
Terminaron la reunión, la comida y el café, y paseó al
sol recorriendo con pausa las calles de su barrio. Las de siempre, pero esta
vez se fijó en los rostros sin nombre con los que se cruzaba, en sus atuendos y
actitudes. Se percataba al tiempo de que esas caras sin identidad la observaban
atentamente por más que desconociera la razón de ello. La curiosidad que sentía
le habría empujado a detenerse en seco y preguntarles si cambiarían algún
aspecto esencial de su existencia actual, si el diseño que un día hicieron de
sus vidas difería sustancialmente de lo alcanzado, y si por ello se inculpaban
de inconstantes. Tal vez en algún momento fueron tachados de desleales, de
niños caprichosos que en un tiempo récord y sin causa aparente arrugan el
boceto de sus deseos. Naturalmente no preguntó. Tan solo enganchó ferozmente
una idea entre sus dientes: reuniría el valor suficiente para averiguar en qué
momento las figuras con nombre y apellidos de su vida decidieron un cambio de
sentido, y las razones que les empujaron a ello. La respuesta no cambiaría el
curso de los acontecimientos, no la haría sentirse mejor en determinadas
ocasiones y seguramente no amortiguaría ciertos golpes. Pero bastaría. Si lo
lograba, habría subido un peldaño más en la interminable escala de la
comprensión del ser humano. Y ya se sabe, conociendo al de enfrente se
comprende uno mismo..., ¿o es a la inversa?
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