Un día cotidiano se encuentra plagado de pequeñas
acciones realizadas desde el inconsciente y promovidas la mayor parte de ellas
por la fuerza de la inercia. Si hiciésemos memoria de ellas al caer la noche
estoy segura de que nos sería imposible recordarlas en su totalidad. No son
actos trascendentes, ni movimientos primarios, sino meros instrumentos
accesorios cuya suma conforman el todo de ese día. Junto a ellos se encuentran
los actos principales, los realizados desde nuestro lado más racional, en un ejercicio
de plena conciencia y de los cuales sí podríamos dar fe al hacer un balance
final. Unos y otros son habituales y pueden contar con una importancia relativa
en nuestra existencia.
Y sin embargo existe otro tipo de gestos disfrazados de
espontáneos, que en mi caso particular son blanco de mi profunda devoción por
tratarse de la expresión del yo más íntimo y ser, a mi juicio, los más
auténticos de cuantos realizamos. Se llevan estos a cabo en perfecta sintonía
de razón y de emociones. Traducen lo que sentimos y pensamos con absoluta
honestidad y poseen el atractivo de no ser interpretables por cualquier ojo.
Vestidos ya de actos reflejos, ya de gestos casi vacíos de contenido, su
descodificación permite revelar qué se cuece realmente en nuestro interior, por
más que conseguirlo necesite de la perfecta e indisoluble conjunción de una
serie de factores imprescindibles. Para que puedan ser interpretados con
corrección es preciso, en primer lugar, que quien nos acompañe nos conozca
hasta un punto más o menos aceptable, lo que necesitará, a su vez, sentarse
junto a un ser con una mínima capacidad de observación de la mente y del
corazón humanos. El segundo requisito pasa por que no seamos impasibles
témpanos y gocemos al menos de una mínima expresividad y de una relativa falta
de pudor en enseñar lo que llevamos dentro. Y el tercero consiste en
asegurarnos de que el otro sea de esos que se interesan en comprender al
prójimo y no limitarse a comerse tan solo aquello que se les da masticadito y
se le dice con todas las letras.
Hay por tanto un pensamiento sumergido, unos sentires tan
genuinos y profundos que pueden ser tan solo expresados con el lenguaje del
cuerpo, las miradas, el tacto, el sonido de la respiración… Transmiten más que
la más lapidaria de las palabras, y son tan solo ejecutables y absorbibles por seres
empáticos e inteligentes en toda la extensión de la palabra.
Y tú…, ¿eres de estos últimos?
Si me
quedo sentada a tu lado, en silencio,
es porque
aspiro a un gesto que me remueva el alma.
Si te beso
discreta y tiernamente,
de vuelta
anhelo tu beso más sentido.
Si te
regalo un abrazo eterno y lento,
es porque
quiero que rodees mi cuerpo y detengas las horas.
Si
caminando te procuro una caricia dulce,
pretendo
que me tomes la mano y me lleves contigo.
Si te
miro a los ojos sin pudores,
ansío
pues que atravieses la estancia en ese instante
y me
beses, sin importarte el mundo.
Y si
algún día, con el paso del tiempo, te dijera “te quiero”,
querría
entonces que tu cuerpo olvidase el lenguaje,
pronunciando
sin miedo esas mismas palabras.
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