DE CÓMO DEJAR DE MEDIR A LAS PERSONAS

By María García Baranda - enero 26, 2016


Siempre supe con certeza que este viaje de la vida no quería hacerlo sola. Con ello aúno las diferentes compañías que reportan los vínculos familiares, amistosos y, naturalmente, amorosos. No soy una persona para vivir aislada, sino más bien lo opuesto, un animal social hambriento de afectos y asuntos compartidos. Sé detectar sin ninguna duda cuando surge una conexión especial con alguien determinado, cuando esa persona se convierte en un habitual de mis días, y cuando quiero y necesito que su presencia se haga una constante en mi vida. Pero la sociedad en la que nací y me he criado, algo mayorcita ya, se empeñó en ponerle nombre a todas las relaciones que se establecen por vía natural, produciendo un efecto de desnaturalización de las mismas y mandándolas al carajo en gran parte de las ocasiones. Y no tengo, por cierto, nada bueno que decir de esa tendencia.

Me llaman. ¿Quién es? ¿Y ahí qué contesto? Pues mira, fulanita. Es,…es… mi mejor amiga. ¡Noooo!, mi nueva mejor amiga. ¡No!, mi amiga de la edad adulta. ¡No!, mi amiga del trabajo. ¡Basta! Es fulanita y punto. Y no quiero ni pensar en cómo llegamos a liar las cosas cuando se trata de relaciones sentimentales de corte amoroso. Ahí,… ¡agarrémonos los machos! ¿Amigos?, ¿novios?, ¿pareja?, ¿rollete?... Y un sin fin de apelativos dispuestos en fila para comenzar una hecatombe entre las partes. Y surge la hecatombe, sí ¡vaya que si surge! Porque, salvo que se trate de relaciones fuerte y largamente asentadas, los ritmos e intensidades de cada uno no habrán de coincidir durante un periodo considerable. ¿Se alcanzará un mismo nivel conjuntamente? Puede ser que sí. O puede ser que no. Cada uno es cada uno y presenta unas necesidades particulares que cubrir para sentirse de determinada manera con el otro. Y tampoco nos olvidemos de esa famosa mochila particular de cada uno (sí, sí, esa)  que también juega su papel. Porque donde uno lleva una mochila, el otro puedo llevar una maleta. Todas estas circunstancias a las que me refiero influyen considerablemente en el hecho de que la persona que tienes enfrente sea capaz de ubicarse en un espacio determinado contigo. Ritmos, decía. Efectivamente creo que de eso se trata gran parte de las veces. Ritmos que únicamente podrían llegar a armonizarse avanzando individualmente en su crecimiento personal y dando, asimismo,  continuidad a la relación y al tiempo compartido. Y de ser así, seguro que se armonizan por sí solos.

No creo que el error sea pequeño. Empeñados en nombrar, en etiquetar a las personas y las relaciones que establecemos con ellos, entramos en una espiral confusa que puede llegar a hacernos perder el sentido que dichas relaciones tienen en sí. Dejo a un lado, por supuesto las relaciones en las que uno saca todo el jugo a otro mientras que no ofrece ni mijita y me centro en aquellas en las que es tangible la conexión mutua. Esas que manchamos de golpe y porrazo al sentarnos a analizarlas al microscopio. Desdibujamos así a las personas implicadas y con ese gesto creo que incluso se nos olvida por un momento la calidad de lo que con ellos compartimos. Y eso sí es reprobable, porque la acción va mucho más allá y sobre lo que de verdad deberíamos reflexionar es sobre lo que nos impulsa a hacerlo. El trasfondo de la situación, de la necesidad de subrayar en negrita y con tinta fosforita la relación que tenemos con dicha persona, estriba inequívocamente en otro requerimiento que nada tiene que ver con el hecho de fijar al tiempo el mismo nombre para lo que nos une. Alimentados por un arranque de pura inseguridad, por miedo a sentirnos infravalorados, somos nosotros quienes estamos minusvalorando lo que nos da la otra persona y lo que en nosotros ve. ¿Qué nos mueve a ello, pues? La verdadera necesidad es la constatación de que quien está al otro lado está -a su particular y única manera-, implicado con nosotros y nos es leal. Leal en la más pura extensión de la palabra. De que gozamos de la correspondiente importancia en su vida, de que a sus ojos resultamos especiales y de que le despertamos sentimientos. Que no pasa de nosotros como un pingüino de un congelador, vamos. Es sabernos valorados, sí, correctamente apreciados y bien conocidos por dentro. De eso se trata. Y acudimos a un contrato virtual que establezca unas bases absurdas. ¿Del 1 al 10 cuánto te importo? Y, ¿dónde establecemos el punto de malestar en +/- 2?, ¿en +/5? Y medimos y pesamos en gramos, como si alcanzado un grado de determinada complicidad, pudiera calcularse la intensidad e importancia que uno tiene en la vida del otro. ¿O son acaso todas las facetas que llenamos del otro equiparables a un mismo nivel? La necesidad que tú cubres conmigo puede ser para ti prioritaria en este momento de tu vida, por razones equis;  mientras que hoy para mí puede ser otra. Y no pasa nada por ello. El quid de la cuestión, me digo, está en que dos personas se sientan bien juntas, compartan zonas comunes y se nutran el uno del otro. Y sobre todo en que les disguste enormemente la idea de perder aquello que en ese momento les une, sea lo que sea. Olvidar esto es darle al otro en toda la boca, tirando por el suelo aquello que estima y que necesita de ti. Pecado. Lo que uno le da a otra persona es único e intransferible y el simple hecho de ser bien recibido por la otra parte ya debería ser motivo de satisfacción para uno mismo.

Me digo esto, sí. Y me lo digo como toque de atención a mí misma, entonando a la vez el mea culpa de haber caído en esa falta, de haber perdido por un momento la perspectiva de lo que es realmente importante en las relaciones humanas y de no haber valorado (puntualmente) ciertas cosas. Animal social, dije. Cierto. Pero se me olvidó por un instante ese citado componente animal alejado de la estupidez humana que les une y desune de sus semejantes: el instinto. Ese es sabio. Motor potente y en estado puro en animales y en niños. Estos no se equivocan. Y muchas veces olvidado por los adultos cuando de verdad habría de colocarse en lo alto de la pirámide. He dicho.



…porque las letras le pertenecen
no solo a quien las escribe,
sino a quien provoca el sentimiento que las inspira.



[NOTA: Hoy potencio la dedicatoria.
Porque si no es por las vueltas de tuerca ¡que me haces dar!,
ya te aseguro que ni habría hecho esta reflexión,
ni habría llegado a esta conclusión
¡Una nunca deja de aprender!]














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