PRELIMINARES
¿Qué
haría yo sin papel y lápiz, sin teclado y pantalla? Me volvería loca. Sería
poco menos que arrancarme la lengua de cuajo y anestesiarme las ideas. No
quiero ni pensarlo. Han de disculparme ustedes, si en muchas ocasiones empleo
esto que escribo con fines terapéuticos, como diario personal de mis pesquisas
y mis vueltas de tuerca. Pero escribir es algo que me aclara por dentro y me
ordena por fuera. Y una de dos: o grito y pataleo, o me siento con un café a un
costado a llenar de letras el papel.
Cuarenta
años calzo y trato paso a paso de diseñar mi vida mientras vivo. No es una perogrullada,
no. A lo que me refiero es que voy haciendo camino a cada paso. Resuelvo a
medida que va viniendo a mí una problemática. Me siento, la pienso, la sopeso,
pero sobre todo escucho lo que provoca en lo más profundo de mí.
Sé
que me paso el día hablando y escribiendo del amor, de los sentimientos, de las
relaciones humanas y de todo eso que a muchos podría empalagar. Pero no voy a
disculparme por ello, porque esa soy yo. Aquí hay entrada libre. Y salida aún
más libre. Y como a mí me mueve, eso me basta. Invitaré gustosa a quien se
asome a mis pensamientos a través de estas letras. Y acompañaré amablemente
hasta la puerta a aquel que no quiera gastar unos minutos en un tema que no es
de su interés. Pero no creo que haya tema más universal ni de mayor enjundia.
La literatura así me lo enseña a cada paso. No digo más.
Y
dicho esto, prevengo que vuelvo a la carga con ello en este artículo. Hay días
en los que circunstancias coincidentes te plantean la cuadratura del círculo
por mero azar. ¿O no será al azar? Déjenme que lo dude. El caso es que hoy se
han dado tres que han supuesto el germen de este asunto: mi vida personal, una
conversación telefónica con una voz amiga y un texto inofensivo que ha llegado
a mis ojos por pura ¿casualidad? Y me he puesto a darle vueltas. Y aquí estoy
con la cuestión: volver a amar después de…
CIRCUNSTANCIA I: Las reflexiones
sobre mi propia experiencia.
Empezaré
en orden con aquello que resulta más íntimo para mí. Mi idea actual del amor.
Lo conocí muy joven. Lo viví intensamente. Lo peleé y disfruté. Y crecí con él
largos años. De todo hubo, como en botica. Mejor y peor. Y llegó el tiempo en
el que definitivamente tuve que decirle adiós y superar la caída más
estrepitosa. Y aún creyendo que no lo conseguiría, sin saber muy bien cómo en
aquel momento, lo logré. Casi muero en el intento. Fue larga la batalla, desgarradora,
obstinada y dura. Pero se puede. Y el paso inequívoco para ello fue uno:
asumir. Aceptar que el amor muta, que cambia de colores e intereses, como también
cambiamos todos por dentro. Que pretender que dos personas sientan siempre lo
mismo –independientemente y el uno por el otro- cuando evolucionan en el resto
de facetas de su vida excepcionalmente se consigue. Que a veces se toman
caminos diferentes. Que aferrarse a no aceptarlo y al rencor tan solo nos
condena a morir en vida y a cometer una tremenda injusticia con la otra parte. Y
que pensar que el mundo se termina con ello es un absurdo. Aunque nos duela. Aunque
casi nos mate a veces. Porque ese mundo cambia, pero no se extingue.
De
todo aquel tiempo en el que viví mi historia de amor hubo consciencia de que el
sentimiento se transformaba. Y fueron muchas las ocasiones en las me rebelé a
perder sensaciones que conocí en inicio. Tonta yo. El amor muta y a veces se
reafirma. Otras se va. Y no hay más leña que la que arde. Y posteriormente
llegó el momento en el que quise rehacerme y quise volver a amar. Y quizá ahí,
aunque no lo parezca, hube de enfrentarme al ejercicio más complicado de todos:
darme cuenta de que el amor presenta diversas caras en función del momento de
la vida en el que estemos. Si pretendí vivir exactamente lo mismo que ya había
vivido, hube de estrellarme fuertemente contra el suelo. Supe al instante casi,
-una vez en pie, he de decir- que jamás podría volver a vivir las mismas
sensaciones ni el mismo concepto amoroso. Ni mejor, ni peor. Ni más o menos
intenso. Sería diferente. Y no por ello podría dejar de reportarme una inmensa
felicidad. No lo sabría hasta vivirlo, desarrollarlo y sumergirme en él. Y la
razón para que ese amor resultase distinto era bien clara: Yo ya no era la
misma de entonces. No tenía ya veinte años, ni sentía lo mismo, ni sabía lo
mismo de la vida, ni viajaba ligera de equipaje. Cada año transcurrido me había
llevado hasta donde estaba y nunca podría revivir un calco de aquello. Pero es
que además, si yo ya era un elemento distinto de la ecuación, para qué hablar de
que la otra persona era absolutamente nueva en la operación. Una nueva cara
para mí y hasta para él mismo. Ni con sus veinte años, ni con las mismas formas
de sentir, ni con el mismo aprendizaje, ni ligero de equipaje. Una combinación
perfectamente nueva. ¿Cómo iba a pretender entonces recordar en sus brazos las
mismas sensaciones? Serían otras, desconocidas y seguramente más pausadas en
algunos aspectos. No por ello menos reales. Y por tanto, la clave para
reconocerlo no estaría ahí, sino en las señales de complicidad en los variados
aspectos que unen a dos personas: físico, mental y emocional. En descubrir
pasito a pasito lo que me conectaba a esa persona, lo que aportaba y lo que
podría llegar a construir a su lado.
Y
así entendí que el amor a los cuarenta no ha de ser el mismo que a los veinte o
a los treinta, sino el producto que esas dos personas generen uno en otro.
CIRCUNSTANCIA II: El ejemplo
práctico.
Es
curioso cómo alguien en un momento determinado te pone delante de los ojos el
ejemplo de lo que espera de su amor y de cómo lo está viviendo. Justo hoy. No
podía ser más certera la casualidad, pero ¡zas, en toda la cara! Me venía al
pelo, que se dice. Así que en una simple conversación de cómo estás, abrí bien
los oídos y tomé nota. Es esa persona alguien a quien conozco con la mayor de
las profundidades. Alguien que me hizo partícipe en primera fila de cómo vivía
sus sentimientos y de lo que le provocaban. Y precisamente de los labios de esa
persona ha salido hoy la comparativa entre aquello que le hizo feliz en un
pasado ya lejano y lo que hoy vive. Comparativa, digo, y no sé si es la palabra
más adecuada. Simplemente con sus palabras me mostraba lo que le reportaba hoy
su amor actual. Me explicaba el proceso, cuáles eran sus sueños y cómo había
llegado hasta ahí. Y créanme ustedes, sin entrar en detalles, que es
absolutamente distinto a lo que pretendió una vez. ¡Manda huevos!, ¡con lo que
pataleó! Y yo escuchaba pasmada y me daba cuenta con cada una de sus
expresiones de que estaba viviendo un amor con tintes absolutamente nuevos.
Había descubierto cosas absolutamente distintas, nuevos estímulos y había dejado
atrás concepciones que durante años fueron un empecinado estándar de lo que se
suponía que era enamorarse. Y se sentía en absoluta plenitud con ello. Amor
profundo que tardó un tiempo en reconocer como tal, pero del que ahora no
dudaba en absoluto.
Terminó
mi escucha, bajé los ojos, sonreí y me alegré por esta persona. Y por mí,
porque me di cuenta de que al final todos pasamos por las mismas fases.
CIRCUNSTANCIA III: La anécdota.
Mañana
de sábado y topo en la red con una de esas frasecitas que tanto nos gustan y
tan de moda están. ¡Bingo! No hay dos sin tres. Me limito a transcribirla. Dice
así:
He llegado a la conclusión de que
más que extrañar a alguien, extrañamos lo que esa persona causaba en nosotros.
Es por eso que vamos por la vida coleccionando intentos errados por sentir el
mismo calor en otros brazos (Cristhian Proaño).
La
vida nos trae y nos quita amor. Nos tira al suelo cuando lo perdemos, nos
obsesiona con la idea de amar a quien se fue, cuando es la idea del amor
perdido lo difícil de encajar y nos ciega ante la idea de poder salir a flote. Astuta
como es, la vida enciende también nuestros deseos de volver a amar, de
sentirnos refugiados en los brazos de alguien que despierta nuestros sentidos. Y
lo perseguimos como niños, pero ¡ojo!, que ya no somos tan niños. Y por ello la
vida ha de enseñarnos, sobre todo, que el amor es un concepto más amplio que el
que se nos vende en el cine o el que imaginamos en nuestras cabezas en un
tiempo pasado. El amor nunca se vive de igual forma dos veces, por cuanto se
vive entre dos personas distintas: la que llega y que la hoy somos. El amor
maduro se va cimentando en los deseos de ser feliz, en la voluntad de amar, en
mirar a los ojos del otro –nuevos ojos- y creer, en nuestra admiración de esa
persona, en la generosidad de vivirlo sin exigencias y en saber que si, después
de los campos arrasados que atravesó, está ahí, por algo es. El amor maduro
consiste en darse a uno mismo la oportunidad de ser feliz, en salirse de los
estereotipos y en reconocer que el tiempo nos ha hecho nuevos seres con nuevas
necesidades. Y ese primer concepto del amor fue precioso, sí, pero el amor
maduro, tengan ustedes por seguro, que puede ser absolutamente hermoso. Y muy,
muy, muy de verdad.
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