Era ya de noche, descolgué el teléfono y de inicio oí tu primera respiración. Me puse en guardia con ese sonido y rompí a llorar. Dos frases, tan solo dos pronunciaste y sin decirte nada, como otras muchas veces, volví a pensar: ¿cómo es posible que sin verme, sin oírme, sin... tengas la capacidad de saber el significado de cada una de mis exhalaciones?
Mi madre. Quién si no.
No he conocido, ni conoceré jamás a nadie que me sienta la piel como tú lo haces. Que se adentre en mi mente incluso sin mirarme a los ojos. Que sepa a oscuras si lato y por qué lato. No lo habrá. Nadie que comprenda cada una de las muescas que escondo en mi interior, ni que conozca todos y cada uno de los destellos que brotan de mis ojos cuando sonríe mi corazón. Nadie que sepa medir con mayor precisión cuánto amo y cuánto sufro en cada instante. Ni el tono de mi voz. Ni el fondo de mis palabras. Ni el porqué de mis cambios. Nadie.
Por las noches en vela que pasas desde lejos intuyendo que yo también las paso en blanco.
Por cada llanto derramado presintiendo mis lágrimas.
Por cada crujir de tu corazón cuando sientes que el mío se parte en mil pedazos.
Por cada triunfo celebrado controlando tu euforia para dejarme espacio.
Por cada pensamiento puro deseando, exigiéndole al mundo más bien, que me haga esa justicia que me procuras.
Por cada silencio protector y cada escucha activa cuando habrías querido darme algún zarandeo.
Por recordarme cada día que sigo siendo aquella niña que llevabas de la mano haciéndome sentir una princesa. Por no dejar que me olvide de ella.
Por cada plegaria a quien ambas sabemos y que a mí me dedicas.
Por ser quién soy, aún con mis mil errores.
Por enseñarme a amar; tan, tan profundo.
Por mis años. Por los tuyos.
Por ese amor tan grande y enormemente puro que nunca jamás podré pagarte.
1975 |
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