Hace
unos meses ya escribí sobre todo aquello que tengo la capacidad de encajar y
comprender de un modo no siempre entendido por el resto, y remarqué todos
aquellos comportamientos que para mí resultan imperdonables. Lo titulé Mis siete pecados capitales y en ellos
incluí: la falta de empatía, el daño gratuito, la falta de correspondencia a
los buenos corazones, comerciar con los sentimientos ajenos, el terrorismo emocional,
pronunciar el sentimiento de amor en vano y, por último, la incapacidad para
enmendar cualquiera de las faltas anteriores. Lo dije y lo mantengo.
Imperdonables, tal vez, partiendo de la base de que yo no soy ninguna diosa que
haya de otorgar o negar perdones a nadie; pero me refiero con ello a que una
vez que alguien los pone en práctica de forma deliberada y sin decoro alguno me
pierde para siempre y de forma irremediable. A partir de ese momento ese ser se
desdibuja para mí en su totalidad y habrá perdido todo mi respeto y cualquier
posibilidad de acercarse a mi vida en el modo que sea. Así, las cuestiones que
abordé tenían, y tienen todas, un denominador común: la gestión de las emociones
y su puesta en práctica. Y sin embargo, me olvidé de algo que sé a ciencia
cierta que me pone en guardia sobre manera y que tiene que ver única y
estrictamente con la manera en la que las personas me corresponden en función
del trato que yo les doy. Voy a ello.
De los variados caracteres que hay
por ahí, a mí me tocó el de ser una persona abierta y tendente a compartirme
con aquellos que considero mis afectos. Con lo bueno y con lo malo que eso
trae, así como con el riesgo que ello entraña. Lo asumo. Ya era así con cinco
años, con quince, con treinta y lo sigo siendo con cuarenta. Es más, aseguro
que con el tiempo ese rasgo se ha hecho más acusado en mí y ello se debe a un
trabajo diario, nada sencillo, pero perfectamente interiorizado. Sigo teniendo
atisbos de -como todos, creo-, querer gustar y complacer a los míos, pero me he
despegado bastante de querer impresionar a toda costa. Es más, según se dice
por ahí, me aplico eso de que si alguien quiere retirarse de mi vida,
amablemente lo conduzco a la salida para que no se pierda. Por lo tanto, a lo
que sí me aferro fuertemente es a la capacidad y demostración de los demás de
saber quién soy, cómo soy y, más importante aún, de no olvidarlo. Valoro
enormemente el que alguien me haga depositaria de su confianza y de su interior
más privado. En tales casos me siento increíblemente honrada y agradecida y lo
guardo como una piedra preciosa. Y del mismo modo, sin modestia alguna,
considero que mi correspondencia al efecto es un tesoro en extinción. Hago lo
indecible por mostrarme a quienes quiero y a quienes mantienen conmigo una
relación estrecha e íntima. Me abro en canal, me disecciono a sus ojos sin
pudor y les dejo ver todo cuanto llevo por dentro. Por lo tanto, con ese gesto,
les estoy ofreciendo un mapa detallado de mí misma, información completa de quién
soy para comprenderme. Sabrán así si es factible o no en un momento dado que yo
me comporte de un modo u otro. Sabrán qué necesito y qué estoy dispuesta a dar
sin cortapisas. Sabrán qué me hiere profundamente, a qué soy extremadamente
sensible y qué me hace feliz. Me habrán conocido. Y lo harán tanto por lo que
yo he hecho para facilitárselo, como por su predisposición a querer conocerme.
Trabajo mutuo y, es de suponer, por voluntad mutua, ¿no? Pero ahora bien, si
llegado el caso, me encuentro con un olvido consciente de ello basado en la
dejadez, la despreocupación, la mezquindad, la desconsideración o incluso el
egoísmo, ahí esa persona habrá roto por completo cuanto le unía a mí. Si
llegada la ocasión, pues, esa persona llega a dudar de mí, y con ello me
refiero a acciones de cierta gravedad y relevancia, a olvidarse de todo cuanto
conoce de mis principios; si llega a desconocer qué es lo que llevo en el
corazón, a infravalorar la lealtad que le profeso o a creerme capaz de ciertos actos que me ha
oído detestar, si eso sucediese, habrá partido en dos todo lo que ofrecí y
construí con la mayor de las inocencias.
Eso es lo que no perdono, por
llamarlo de alguna manera. Y no se trata ya de absolver a nadie de nada.
Repito, ¿quién soy yo? Sino que con ello habrá vaciado una parte esencial de mí
y de lo que nos unía, y me habrá dejado sin herramientas de reconstrucción,
porque a partir de entonces poco me quedará por hacer o por dar. Ya lo hice
todo y ya lo di todo. Ese es uno de los pocos lujos que me permito. Y ni
siquiera es deliberado, sino que se trata simplemente del efecto que provoca en
mí. No sé si podría evitarlo, pero de momento no lo creo así. Ni tampoco me he
hecho el propósito de ello y la razón es que lo considero la mejor forma de quererme
a mí misma y de ser objeto de valoración por parte de aquellos a los que yo sí
valoro. Si a estas
alturas no vas a (re)conocerme ni a apreciarlo en su justa medida, a partir de
ahí,… la nada.
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