ÉRASE UNA VEZ... LA VIDA

By María García Baranda - febrero 03, 2016

    Se llamaron por teléfono. Era algo que hacían de vez en cuando, simplemente para charlar y para saber cómo estaban. Después de haber conseguido sortear los obstáculos que la vida va poniendo en el camino y de olvidar los daños, se habían convertido en dos amigos a los que les restaba desearse siempre todo lo mejor, un cariño sano sin más intenciones y el conocimiento mutuo fruto de los años compartidos. Ambos estaban al día de la vida del otro, de sus vicisitudes y de cómo se sentían con sus respectivos e individuales presentes. No siempre se alcanza un vínculo de este tipo y hubo mucho, mucho tiempo, en el que esto era algo impensable para ambos. Años ya. Pero llega un momento en el que las personas vuelan tan independientemente que llegan a ver al otro como alguien que formó parte de su vida –en pretérito perfecto simple- y que hoy es un familiar al que no ves asiduamente.
     Y de eso se trata. Hasta el punto de poder contarse cuánto aman a otra persona, de llorarse las penas y de darse consejos, pues se conocen bien. Ambos saben que el pasado quedó ya muy atrás y que no queda nada que pudiera impedir hablarse así.
    La conversación es larga y en un momento concreto la chica le pide un favor al chico. Le transmite que han sido muchas las ocasiones a lo largo de estos años en las que internamente ha hecho balance de lo que su historia de amor supuso en su vida. Le transmite que hoy por hoy, cuando echa un ojo a su alrededor y se sumerge en su interior, se pregunta por los sentimientos que vivió, por lo que la revolvió en otros momentos de su vida y por los que siente en su presente, a fin de cerciorarse de lo que ya sospecha y de llamar a cada cosa por su nombre. Le transmite que hace tiempo que ella ya llegó a una conclusión y valoró lo que la relación común supuso para ambos y la clase de amor que vivieron. Le transmite que cuando alguien le pregunta sobre esa relación, sobre qué pasó, sobre el porqué de su final, sobre lo que sintió durante y después, sobre su significado en su vida, ella tiene clara su respuesta. Y tras decirle todo eso, con el teléfono pegado a su oído, llega su petición:
    —Yo conozco mi visión de la historia, su importancia y sus matices. Pero, ¿y tú? Cuando has de hablarle a alguien sobre ella, cuando alguien te pregunta qué fue para ti, ¿qué respondes?
    El chico se quedó unos segundos en silencio e inmediatamente contestó preguntando a quién iría destinada dicha respuesta. Ella le dijo que a cualquiera a quien él necesitase o quisiese contarle la versión más ajustada y verdadera de ella. El chico volvió a quedarse en silencio y tras unos segundos dijo:
    —Si he de elegir a alguien a quién decírselo de la manera más sincera posible, te elijo a ti, ya que no hay razón ya para no compartirlo tal y como lo viví. Así que te lo voy a contar como si fuese un cuento.
    Ella tomo aire y se dispuso a escuchar.
    —Yo era muy joven. Inmaculado. Venía de una historia de unos meses que ya a esa edad me había decepcionado y me había causado un gran resentimiento. De pronto la conocí a ella. No era la primera vez que me llamaba la atención, pero nos conocimos. Era guapa, muy guapa. Y todos me lo decían. Tenía chispa, algo distinto. Y empecé a salir con ella porque me sentía muy bien a su lado. Ella era buena, además. Muy buena. Al tiempo me preguntaba cómo una chica así podía haberse fijado en mí. Me preguntaba por qué salía conmigo, si seguramente había tenido o podría tener historias a patadas con tíos guays. Pero ella siguió conmigo. Y se volcó. Y yo seguí con ella, sin creerme del todo el que se quedase y pensando que tarde o temprano me daría puerta. Pero pasó el tiempo y seguimos juntos. Y nos quisimos. Mucho. Y nos hicimos mayores. Y pasamos momentos duros, durísimos, tanto por la propia relación, como por los problemas que surgen al hacerse mayor. Y llegó un momento en el que supedité mi vida al sueño de vida que ella tenía, dejando a un lado lo que yo quería y mis propios sueños. Pero no dije nada y llegué a creerme que eran los míos. Uno de los dos se sacrificaba por cumplir las metas de vida del otro y ese era yo. Pero la quería mucho y no quería hacerle daño. Era mi familia, sí, y habíamos construido y pasado mucho juntos. Y continuaron avanzando los años. Y yo seguí viviendo en silencio su vida, olvidando que la mía había quedado en un segundo plano, ni me acordaba; y que sus deseos más fervientes no lo eran tanto para mí. Pero repito, ella era mi familia. Y un día desperté y me di cuenta de que no perseguía lo mismo que ella, de que desde el inicio ella –incluso yo- había pensado que su idea de vida y sus sueños eran los mismos que los míos. Se lo había hecho creer. Me di cuenta de que debía darme la oportunidad de vivir mi propia vida por mucho que no quisiera herirla y por mucho que fuese mi familia. Siempre lo sería. Un día desperté y me di cuenta de que había dejado de amarla.
    Él terminó así su visión de su historia. No sabía que mientras ella escuchaba al otro lado del teléfono, ya desde la primera frase, estaba tratando de que él no se diera cuenta de que lloraba profundamente. Ella respiró, preparó su voz y le preguntó:
     —Y yo, ¿qué te di?
    —Bienestar, seguridad, sentirme amado, una familia, cosas de las que había carecido hasta entonces—, contestó él.
    Ella le explicó que su pregunta se debía a la necesidad de cotejarlo con su propia visión del amor que compartieron. Siguieron hablando un poco más, volvieron esta vez a sus respectivos presentes y a sus sentimientos por otras personas que hoy día ocupaban sus corazones. Y colgaron el teléfono. Antes de eso él le dijo:
    —Tú sabes identificar lo que es el amor. Lucha por él.
    Ella se quedó en silencio pensando en todo lo hablado. Lloró un rato más. ¿Es posible que alguien te haya querido hasta el punto de regalarte su vida? ¿Es posible que alguien te haya acompañado como personaje secundario de tu propia obra durante tantos años? Después de todos los planes, de todo lo vivido, de todo lo compartido… Sí, era posible. Él nunca había dejado de ser el chico joven que conoció, con sus propios sueños y su propio ideal de vida. Él había ido contracorriente muchas veces, pero muchas más, por complacerla, por quererla, por creer que era lo que él también quería, por construirse una vida y una familia, había accedido con una sonrisa sin que ella se diera cuenta de que no lo sentía de veras. Ella había estado ciega durante años. Y él, aunque la quisiera, aunque siempre quedara el cariño, había tenido que irse. Ya no había amor. Y ella lo sabía hacía tiempo ya. Por eso lo había perdonado. Por eso había comprendido. Por eso ella se había perdonado por el tiempo de dolor, por el rencor sentido y por haberle costado entender que ambos necesitaban volar. Por eso ahora podían contárselo. Por eso ahora ella era como era.
    Volvió el silencio. Se calmó hasta sonreír por dentro y recuperó sus ganas. Miró hacia fuera, vio que ya se había hecho de noche y se sentó a escribir.


(Me lo debía a mí misma hace tiempo, 
pero hasta hoy, hasta no oírlo de tus labios,
no he reunido el valor. 
Deuda saldada.)



EPÍLOGO 
 
Hay días en los que le ajustas las cuentas a la vida. O ella te las ajusta a ti, quién sabe. Tarde o temprano llega, nadie escapa. Hay días en los que tus pesquisas, las horas dedicadas a comprenderlo todo, tus hipótesis, aquello que dudaste de si eran conjeturas o realidades, se revela en verdades. Hay días en que las vendas se desprenden por sí solas y en que lo que asumiste se te asienta por dentro firmemente. Hay días en que armarse de valor, por más que duela, por más que tiembles al hacerlo, se convierte en la mejor manera de extirparse los miedos y de soltar los lastres. Hay días en los que seguir adelante se convierte en dirección única de tu propio camino. Hay días en los que te cercioras de que sí que ganaste en sabiduría en la batalla, de que estás en lo cierto. Se cierra el círculo.
     Mañana será otro día y volveré mis ojos a mi presente, al centro de mi propio corazón, a lo que amo y de lo que no pienso despegarme. Por más tormentas que vengan a llevárselo.

 

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