FELICIDAD RELATIVAMENTE ABSOLUTA
La búsqueda del todo inmediato nos lleva irremediablemente a la pérdida del logro gradual y finalmente absoluto. Descifro: La velocidad y la impaciencia marcan nuestro día a día, eso es sabido. Se nos exige resolver a toda velocidad. Vivimos a un ritmo en el que, a pesar de contar con una esperanza de vida mayor que en otros tiempos, prima la necesidad imperiosa de obtener todo para ayer. Por si acaso algo viniese a llevárselo consigo. Por si no llegamos a tiempo. Por si surgen inconvenientes. Por si… Por si…
Sabemos bien que Zamora no se conquistó en una hora, que solo aquello construido granito a granito se asienta sobre unas bases sólidas y perdurables, y se sostiene sobre los serenos cimientos de una relativa seguridad. Pero borramos esa idea de nuestra mente. ¿Consecuencias? Dos: O bien olvidamos que la vida tiene un alto componente de constructiva espera –¡tranquilos, que no es eterna!-; o bien nos cegamos ante la realidad de que mientras vamos persiguiendo ese objetivo, en esa supuesta espera, esta no lo es tanto, pues vamos degustando los momentos y las experiencias presentes. Y ¡ojo avizor! Que es ahí donde reside la verdadera felicidad. En cada momento, en cada detalle, en cada placentero minuto no siempre programado, pero que sin casi haberte dado cuenta llega hasta ti. Tal vez imaginaste que, como si de magia se tratara, un día te despertarías y hallarías de pronto todas las respuestas. El día habría amanecido espléndido y de un plumazo cualquier atisbo de nubes se habrían disipado con el viento. Error. Mayúsculo además. Porque sí que hay magia. Magia inmensa. Y esa se halla en ese gesto en el que de pronto te descubres sonriendo, en el que algo te provoca un vuelco inesperado, en el que vas a por más de eso que tanto te ha gustado e incluso en el que te preguntas: ¿qué es esto?, ¿cómo me ha pasado esto a mí? Entonces, cuando esto ocurre, te das cuenta de que aquello que creías que habría de tener una forma, tamaño y color concretos, aquello que identificabas como el sumun de la felicidad no está frente a ti. En su lugar hay otra cosa, que ni esperabas ni habías imaginado; con otro aspecto, otras forma, otro tamaño y otro color; y que jamás pensaste que habría de cruzársete por delante. ¿Qué hacer entonces?, ¿opciones? Dos: o bien desecharlo por no ajustarse a lo que, de tanto pensarlo, te es familiar; o bien ir a por ello, sumergirte en sus profundidades y descubrir cuánta felicidad puedes llegar a vivir con ello. Si te ha traído felicidad de pocos en pocos, tal vez te traiga felicidad absoluta al observar el cuadro de conjunto.
PERDER VS CONSERVAR
Y ¿qué pasa si decidimos desecharlo? Perdemos, naturalmente. Perdemos en pos de algo instalado en nuestro imaginario; algo que, incluso desestabilizándonos, tenemos bajo control. Y no solo eso. Perdemos algo que ya hemos obtenido por méritos propios, que ha llegado hasta nosotros por vía natural y que… ¡qué carajo!, ¡ya es nuestro! Desconfiamos de nuestra propia fuerza de atracción de lo positivo y de nuestro potencial para mantener a nuestro lado aquello que nos reporta como mínimo bienestar y como máximo… ¿quién sabe?, ¿el infinito?
O podemos optar por conservarlo. Apostar por ello. Y seguramente a caballo ganador, pues si determinadas señales te han hecho llegar hasta ahí… Y al optar por conservarlo, al elegir asirnos fuertemente a eso que nos ha demostrado con pruebas que nos puede aportar felicidad, estaremos validando cada una de esas pequeñas porciones a las que antes me refería: sonreír, dormir ilusionados, estar contentos, saltar repentinamente ante un estímulo, vivir momentos placenteros, sentirse reconfortados, ir a por más,… Pequeñas porciones que, una vez armado el puzle, forman un cuadro de conjunto tremendamente revelador. Solo hay que tomar perspectiva y el tiempo necesario para, despojados de obstáculos, identificar la escena que representa.
ACOSTUMBRARSE AL DOLOR VS SABER RECONOCER LA FELICIDAD
¿Y por qué a veces nos resulta tan difícil saber cómo lograr esa felicidad no identificada? Causas múltiples: miedo a no alcanzarla, miedo a enfrentarnos a un fracaso, miedo al dolor –propio y ajeno-, miedo a equivocarnos en la elección, miedo a alterar el supuesto orden de acontecimientos que creemos tiene nuestra vida,… Miedo siempre. Miedo natural, comprensible y humano, y al que nadie escapamos. Asegúrame que va a ir todo bien y que esto o lo otro no va a pasar, y allá que voy. ¡Nos ha fastidiado! ¡Ojalá! Miedo y adicción. Sí, sí, adicción. Me explico.
El ser humano tiende a la búsqueda
constante de la ansiada felicidad. Cuando alcanza una meta va a por la
siguiente. O si no a su mejora. Búsqueda permanente. Pero hay ocasiones, de las
que nadie nos libramos, que nos hunden en momentos de verdadera infelicidad. A
veces son verdaderamente negras, cierto es. Otras, no lo son tanto, pero nos
fijamos más en lo que hemos perdido que en lo que aún mantenemos con nosotros.
Sea como sea, cuando cualquiera de nosotros se ve obligado a pasar por uno de
esos oscuros periodos corre un riesgo supino: quedarse colgado del dolor, convertirse
en un adicto de la infelicidad. El miedo lo ha paralizado, sí, pero al tiempo
ha encontrado su zona de confort en ese sufrimiento. Sabe cómo se siente cada
día. Sabe de qué lamentarse. Conoce su discurso perfectamente y lo que vendrá
después de la caída. Un proceso perfectamente controlado y familiar, del que
quiere salir, naturalmente, pero no sabe cómo. Y la razón de no saberlo es
sencilla: tiene miedo a despojarse de aquello que conoce, por doloroso que sea.
¿Qué salida queda? Aprender desde cero a ser feliz de nuevo, siguiendo el
camino de baldosas amarillas y las señales de todo aquello que aunque fuera por
un instante te hizo sentir feliz. Y no soltarlo, sino alimentarlo. Mirar
alrededor, reconocer esa felicidad que a tus ojos ahora tal vez nombres como
relativa –y no lo es- y encadenarte a
ella hasta salir a flote, porque en menos de lo que canta un gallo verás que
estás nadando de nuevo.
¡Lo juro!
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