Se prometió a sí misma que esta vez se lo iba a tomar en serio. Que a partir de ahora sería para ella igual que un trabajo de oficina en el que hay que fichar cada mañana, muy temprano, y en el que los descansos están vigilados con el rabillo del ojo por el jefe. Cumpliría un horario mínimo, de no menos de cuatro horas diarias para empezar a calentar motores. Y se pondría metas realistas, objetivos a cumplir de un número determinado de párrafos o páginas. Tendría un rincón fijo en casa para hacerlo, un espacio que acabase por convertirse en un lugar simbólico y de culto, y que con solo acercarse hiciese brotar las palabras. Se lo había prometido y se quedó mirando a un punto fijo durante horas. Visualizando la situación. Tratando de respirar ese olor a escritura. Volvió a la consciencia, sacudió la cabeza y soltó un bufido. "¡Qué tontería! Como si escribir fuese un plato precocinado por encargo. No para mí". Comenzó a pensar en lo que había imaginado y con ello a desmontar pieza por pieza esa especie de cuadro impresionista con colores pastel.
Para empezar no tenía que iniciarse en eso de tomárselo en serio, porque para ella ya era algo muy, muy serio. Era, pues, una actividad que practicaba con absoluto aire formal. Tan formal era ese aire que procuraba chutarse una dosis casi diaria, como si de una mascarilla de oxígeno se tratase en medio de un vuelo a veinte mil pies de altura. Por lo que se refiere a la constancia de su práctica era ya algo que se le había instalado en los dedos hacía un tiempo más que considerable, tanto como para provocarle insomnio en plena noche, el impulso de una frase potente en medio de un semáforo o saltarse alguna obligación por darle a las teclas. ¿Horas?, ¿qué horas? ¡Si es precisamente el enganche que a ello tiene lo que hace que se le pasen perdiendo la noción de su paso! Y casi que también la del espacio. Y,... ¿ponerse una cantidad de palabras como objetivo fijo? ¿Acaso era taquígrafa o mecanógrafa? Sacudía la cabeza una y otra vez, una y otra vez,... Entonces, ¿qué? Entonces tenía que centrarse en lo que para ella eran las letras. Y así lo hizo tratando de ser coherente y de darle un equilibrio a todo ello.
No es que no supiera que la labor de escribir no podía ser considerada a la ligera, esto es, como quien practica bicicleta algún día de verano y otros no. Ni como quien coquetea con una afición distinta cada curso académico. No para ella. Sabía perfectamente que requería disciplina, perseverancia y sentido de la responsabilidad. Que no hay un halo de inspiración dorada lanzada desde el cielo para penetrar la mente del autor con una idea divina. En efecto era consciente de aquellos principios. Pero del mismo modo, escribir le suponía algo más, mucho más, y no estaba dispuesta a perder ese algo que lo hacía especial. Escribir se había convertido en una forma de respirar en libertad, de sentirse fiel a sí misma y de desahogar todo aquello que no podía encajar con facilidad. La alimentaba, la nutría unas veces y le permitía subsistir en los malos tiempos. Desconocía si todo escritor compartía la misma visión que ella, pero intuía que no en todos los casos la imagen resultaba, como llamarlo, tan espiritual, tan existencialista. Tal vez era a causa de su carácter, tal vez por cuanto de emocional albergaba o tal vez porque su cometido diario era impregnar las mentes del concepto esencial de la Literatura.
Escribir es abrirse en canal. Es regalarse sin importar cuánta intimidad se pierda en ello. Y es quedarse a merced del resto. Escribir supone llegar entender tu propia vida. Todo aquello que supone un conflicto. Cada pelea interna que no acabas de asumir, cada sentimiento que parte en dos, cada cabreo, cada puntazo desmedido de brevísima durabilidad, cada paranoia y cada momento eufórico. Eso es escribir: hacerte capaz de ver el mundo, la vida, tu interior,... y comprenderlo a medida que la vas trasladando hasta el papel. Y todo esl era para ella, por lo que tenía ya también parte de función social. de responsabilidad con el resto, y parte de labor interna de crecimiento personal. Y precisamente por todo ello tenía que olvidarse de cualquier jaula que sistematizase la tarea más allá de sus propias necesidades. No habría de preocuparse, entonces, puesto que en ella tales menesteres brotaban en torrente.
Exponerse, por supuesto. Desnudarse, naturalmente. Y aun siendo consciente de cómo había ido haciendo ese viaje, de menos a más, y a más, y a más,... tenía asimismo perfecta certeza de que había en ella grandes parcelas sin desvelar. Asuntos y emociones de las que jamás había escrito. Recodos muy, muy internos en los que no había dejado entrar a la escritura. Se preguntaba por qué, pero la respuesta la tenía clara, dado que entendía perfectamente la sustancia de la que estaba hecha su labor. Jamás había escrito sobre algunas materias por falta de valentía en unos casos, pero sobre todo, porque aún no las había madurado, comprendido y asimilado. Y no lo haría hasta ponerlas por escrito. En ese momento encajarían todas las piezas del rompecabezas.
Escribir es abrirse en canal. Es regalarse sin importar cuánta intimidad se pierda en ello. Y es quedarse a merced del resto. Escribir supone llegar entender tu propia vida. Todo aquello que supone un conflicto. Cada pelea interna que no acabas de asumir, cada sentimiento que parte en dos, cada cabreo, cada puntazo desmedido de brevísima durabilidad, cada paranoia y cada momento eufórico. Eso es escribir: hacerte capaz de ver el mundo, la vida, tu interior,... y comprenderlo a medida que la vas trasladando hasta el papel. Y todo esl era para ella, por lo que tenía ya también parte de función social. de responsabilidad con el resto, y parte de labor interna de crecimiento personal. Y precisamente por todo ello tenía que olvidarse de cualquier jaula que sistematizase la tarea más allá de sus propias necesidades. No habría de preocuparse, entonces, puesto que en ella tales menesteres brotaban en torrente.
Exponerse, por supuesto. Desnudarse, naturalmente. Y aun siendo consciente de cómo había ido haciendo ese viaje, de menos a más, y a más, y a más,... tenía asimismo perfecta certeza de que había en ella grandes parcelas sin desvelar. Asuntos y emociones de las que jamás había escrito. Recodos muy, muy internos en los que no había dejado entrar a la escritura. Se preguntaba por qué, pero la respuesta la tenía clara, dado que entendía perfectamente la sustancia de la que estaba hecha su labor. Jamás había escrito sobre algunas materias por falta de valentía en unos casos, pero sobre todo, porque aún no las había madurado, comprendido y asimilado. Y no lo haría hasta ponerlas por escrito. En ese momento encajarían todas las piezas del rompecabezas.
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