Las mejores cosas de la vida fluyen solas, brotan espontáneas, con fuerza. De puro naturales. Aparecen aparentemente porque sí, porque no se pueden evitar y porque, ¿a fin de qué habría que hacerlo? Son limpias, claras, luminosas. No precisan sortear obstáculos innecesarios para llegar a ellas. No ponen pegas ni problemas, frenos ni retrocesos. ¿Se quieren?, se hacen. Se sienten. Se viven. No suscitan desconfianzas ni segundas intenciones. No son extrañas, raras, ni complicadas. Y tampoco provocan quebraderos de cabeza. Las mejores cosas de la vida son sencillas. Tan bonitas por sí mismas que nutren. Una sonrisa, una caricia, un beso largo, una carcajada, una conversación amena, un susurro. Todas bailan al ritmo de una misma música, al compás de la sencillez de la belleza sin adulterar. Alimentan, sí. Y sacian. Y enriquecen al ser desde lo más profundo hasta la última capa de una piel susceptible de erizarse al sentir de esas mejores cosas. Las que llegan así, para alegrar la vida y sorprenderte cuando más falta hacía.
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