AL OTRO LADO DE MIS SUEÑOS

By María García Baranda - octubre 31, 2016

    
My day. Your nightErick Oh.

      Cae el día y con él un entusiamo creado ad hoc. Pero antes de eso, horas antes, en el inicio, abro los ojos. Despacio. Muy despacio. Pretendo averiguar qué día es hoy, y tras eso algo más grande que no quisiera que sonase lastimero, en absoluto. Tan solo es real y por real lo comparto sin más dramas, pero el caso es que también, tras pensar si es lunes o sábado, me hago la siguiente pregunta: ¿cómo he de sentirme hoy?, ¿qué es lo que me toca? No he perdido la cordura. Tampoco juego a improvisar las emociones. Eso lo juro. Como dije, son tan verdad como que tengo un torrente de sangre corriendo por mis venas en plena ebullición. Y me respondo. Dependerá de ayer, de anteayer. De hace dos meses y de hace un año. Dependerá de si estoy fuerte o cansada, de mi memoria negativa a largo plazo o de que a esa hora aún no me he vestido el corazón y todavía está caliente tras las horas de sueño bajo las mantas. Denderá, en efecto, de todo ello, pero prometo que no me libro y no exagero si digo que he de formularme esa pregunta como cada mañana desde hace algún tiempo. La vida es eso al fin y al cabo. Una montaña rusa de emociones. Un huracán que tratamos de vencer permaneciendo a pie firme sobre las rocas. Y así, cada amanecer, me pongo en marcha con los sentimientos sobre mi cuerpo a modo del atuendo más envolvente y radiante del mundo.
    Tampoco miento cuando digo que diseño un entusiamo que me sirve de gasolina a lo largo del día. En realidad creo que es algo que todos hacemos para facilitarnos la andadura por ese camino que no es de rosas precisamente, aunque florezca de vez en cuando. Lo construyo o lo cojo del armario, si es que aún quedó algo del día anterior. Tiene parte de real y parte de espejismo, parte de mi piel y parte de esfuerzo, he de decirlo. No es fingido, realmente. Esa soy yo. Pero hay veces en los que las fuerzas se comen todo a su paso y aún así no engordan lo suficiente. Me cuesta un mundo, por tanto, no perderlo en días en los que algo me pincha en el interior del pecho. Lo llevo con dignidad y abarco todo cuanto puedo. Clavo el tacón, elevo mi voz si es necesario, sonrío con buen humor y cuento historias. Saco cada gesto de mis entrañas y lo disfruto. Y avanzo en el tiempo y conmigo mis pensamientos. Siempre en mi mente y haciendo uso discretamente de mi energía. Pero prosigo. 
    Solemne y conveniente continúo. Sin perderme en mi gesto y repitiendo en bucle que las cosas vienen como vienen. Confieso que mi lucha y todo ello se debe un poco a que siento una pizca de vergüenza. ¿Por qué? Por tantas cosas, que al tiempo me provocan el orgullo de estar viva y de hacer sentir vivo, pero hay vergüenza, sí. Lo reconozco. Por sentirme perdedora de alguna batalla. Por no saber medir mis sentimientos. Por no estar ya fría en este instante. Por pensar en lo que no debo. Por volver. Por marcharme. Por estar sin estar. Por estar, si no debo. Por lanzarme del barco. Por no quererme bien o querer demasiado. Por odiarte unos ratos y sonreírte en otros. Por no haber conseguido ciertas cosas. Por haber provocado otras muchas. Porque conozco el aspecto de un error cuando lo veo. Porque no siempre actúo en consecuencia. Por no darte dos tortas. Por no darte dos besos. Por hacer que te olvides que soy única. Por meterme en tu mente sin llamarme. Por recordar mientras voy olvidando. Y más... 
   La vuelta a casa me muestra una luz que amarillea ya la tarde. He gastado parte de los proyectos que tenía programados para aplicar ese entusiasmo necesario. Ahora llega el tiempo para mí, pero cuando este asoma desaparece la sensación de velocidad que propulsaba mis movimientos como cohetes y, por la ley del equilibrio, al ausentarse esta la sustituye un verdadero ejército de ideas muy privadas y muy personales. Afloran solas, naturales, pero si las dejo demasiada libertad se me presentan mal acompañadas de frases clavadas en mi tímpano, de imágenes no vistas pero cristalizadas en mi pupila, de ideas incorrectas y de aciertos certeros. Y entran como Pedro por su casa para tomarse la libertad de acomodarse conmigo. Las miro y me desasosiega su presencia. ¿La consecuencia? Hacen que se me nuble el buen recuerdo, los buenos ratos y lo que da sentido a todo. A veces me mantienen bien anclada y me son útiles; otras tantas me golpean los pies y caigo al suelo, para perder así mi perspectiva. Y quiero que se marchan y grito para echarlas de casa. Y se van. Y me calmo.
    Lanzo la vista afuera y ya no hay luz. Se me ha quedado cara de nostalgia, cultivada en cansancio y nacida de contenerme por dentro. Entiendo que la vida varía los días a su antojo, de ahí mis preguntas de inicio, pero el saberlo no me impide sentir melancolía y añoranza. El caer del día me resulta más gris, pero por dentro. Te echo de menos y te rabio, todo a un tiempo,... ¿por qué iba a callarlo? Si me dejo llevar, se me caen dos lagrimones que escuencen por ausencia y que se agrian de saber que lo hecho no es siempre lo sentido, que lo legal no siempre es lo más justo, y que contradecirse es la peor de las traiciones, máxime cuando supone la pérdida de un valor seguro e insustituible. De pronto recuerdo que hace tiempo que entendí que nadie se libra de esas sensaciones y cargada de firmeza forzada poso la cabeza en mi almohada y cierro de nuevo los ojos. Fin del día. Lo que ocurre entre ese instante y mis recurrentes preguntas queda pendiente para contarlo en otro momento y tras haber interpretado qué esconden esas imágenes extrañas. Lo otro, lo hasta aquí narrado, se esconde al otro lado de donde habitan los sueños.



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