La vida es un baile constante de emociones. Un giro eterno sobre la cuerda floja del invisible equilibrio que pretendemos. Idas y venidas de momentos caducos, rememorados unos, renacidos otros, olvidados algunos.

Aprendemos con saña, con dolor y caídas en cada pirueta. Pero ahí permanecemos. Cada vez que he vivido una historia convulsa, que me ha abierto en canal, he vuelto al escenario. Y nunca sé ni cómo, ni porqué, no sé de dónde saco ya mis fuerzas, pero miro mis pies aún sangrando y me digo que con ellos di el paso, el que marca la vida. Y me recuerda así cada magulladura que en cada salto, en cada viejo paso, puse todo mi yo, mi vida auténtica. Y con ello aprendí. Y no olvido la música, ni el ritmo que marcaron mis pies.
Podrá costarme sangre, tal vez. Esfuerzo y hasta lágrimas. Que me hice ya hace tiempo la muy firme promesa de no salir de nada con las manos vacías. Con marcas, sí, tal vez. Y con alguna herida. Pero juro y perjuro, por la fuerza inherente que me acompaña el alma que hice, que hago y que haré porque en cada momento yo prosiga mi marcha repleta de enseñanzas, de lemas aprendidos, de trucos dominados y de saberes varios. Podré salir yo sola, en apariencia. Pero jamás vacía. Eso lo juro. Que no vine a este mundo a cometer errores repetidos, sino a enmendar los viejos, a explorar otros campos, a seguir el camino, y así, descalza, sin cuerdas ni ataduras, continuar el baile para no perder nunca mi equilibrio. ¿Y ese miedo a caerme? Ese es continuo, a qué negarlo. Pero vivo con él. Me paraliza a veces, me desvía otras tantas. E incluso me confunde. Pero aquí sigo. Bailándole a la vida, hasta que el cuerpo aguante.
0 comentarios